Acabo de terminar la lectura de esta novela que rezuma realismo auténtico y que deja un sabor amargo, más a los lectores que compartimos con el autor el territorio en el que vivimos y pertenecemos a la misma generación. "En la orilla" se situa en un municipio costero de la Comunidad Valenciana, objeto de la
avaricia ilimitada de especuladores y promotores inmobiliarios durante las dos últimas décadas y en plena crisis económica.
El argumento gira en torno a Esteban, principal relator de este monólogo mental (aunque también se intercalan otros), y las personas que se encuentran en su entorno. Un conjunto de individuos que representa de alguna manera al pueblo de Olba, o cualquier pueblo a orillas del Mediterráneo, enloquecido en esa espiral de destrucción del entorno, enriquecimiento rápido, consumismo exacerbado, endeudamiento imprudente, ausencia de previsión, rotura del espejismo y ruina en caída libre y desconcierto en la que se encuentran sumidos.
El padre, un viejo topo comunista de 95 años, propietario de una carpintería, convertido en una persona dependiente, permite a Chirbes reflexionar y echar pestes sobre la vejez, la enfermedad y la muerte. Ambos, padre e hijo, tiene poco en común pero comparten la idea de que "no hay hombre que no sea un mal cosido saco de porquería". Pedrós, el albañil convertido de la noche a la mañana en promotor de éxito, especializado en explotar a los inmigrantes, un encantador de serpientes que acaba arrastrando en su declive al mismo Esteban que tendrá que despedir a sus trabajadores y verá embargado el negocio familiar. Los juicios que emite sobre su familia, Juan, el hermano pequeño que sólo aparece por la casa para intentar atracar al padre, sin conseguirlo -unas páginas sensacionales-, es un vividor fracasado; la hermana, la preferida del padre, residente en Barcelona y sin tiempo para atenderlo, aplaca su conciencia dando consejos sin dejar de estar pendiente de la posible herencia, demuestran capacidad de observación y de análisis de la condición humana. Son pura vida. El egoísmo se muestra sin parches ni aderezos y es, precisamente, lo que otorga una enorme fuerza a la prosa que discurre como un río a punto de desbordarse. Francisco Marsal, el amigo exquisito de juventud, hijo de un fascista y marido de Leonor, su único amor, una mujer pragmática que decidió sabiendo qué le convenía. Una amistad extraña y duradera entre el hombre de éxito y el perdedor vocacional que nos adentra en dos formas de mirar y apreciar lo que se ve. Liliana, la colombiana que sólo acude a ayudar por dinero, a pesar de las zalamerías de su discurso. Una mujer víctima y verdugo, como casi todos cuando las circunstancias les permite ejercer de esto último. Excelente la recreación del lenguaje de Liliana y los contendios de su conversación. El ambiente del bar del pueblo, con el grupo de hombres reunidos para jugar al dominó o a las cartas mientras atienden los cotilleos sobre los ausentes, donde tan importante es lo que se dice como lo que se calla.
En fin, todo un universo de personalidades reflejadas por ese grupo de personajes, descritos con maestría en unas cisrcunstancias de final de un delirio compartido o consentido que pinta un escenario que si no llega a apocalíptico, como mínimo, produce perplejidad: edificios inacabados o nuevos y vacíos, objeto del pillaje, enormes gruas abandonadas rompiendo el perfil de las montañas, solares convertidos en estercoleros, bares de puterío a lo largo de las carreteras y mucha miseria humana.
Una novela excelente y desoladora.
avaricia ilimitada de especuladores y promotores inmobiliarios durante las dos últimas décadas y en plena crisis económica.
El argumento gira en torno a Esteban, principal relator de este monólogo mental (aunque también se intercalan otros), y las personas que se encuentran en su entorno. Un conjunto de individuos que representa de alguna manera al pueblo de Olba, o cualquier pueblo a orillas del Mediterráneo, enloquecido en esa espiral de destrucción del entorno, enriquecimiento rápido, consumismo exacerbado, endeudamiento imprudente, ausencia de previsión, rotura del espejismo y ruina en caída libre y desconcierto en la que se encuentran sumidos.
El padre, un viejo topo comunista de 95 años, propietario de una carpintería, convertido en una persona dependiente, permite a Chirbes reflexionar y echar pestes sobre la vejez, la enfermedad y la muerte. Ambos, padre e hijo, tiene poco en común pero comparten la idea de que "no hay hombre que no sea un mal cosido saco de porquería". Pedrós, el albañil convertido de la noche a la mañana en promotor de éxito, especializado en explotar a los inmigrantes, un encantador de serpientes que acaba arrastrando en su declive al mismo Esteban que tendrá que despedir a sus trabajadores y verá embargado el negocio familiar. Los juicios que emite sobre su familia, Juan, el hermano pequeño que sólo aparece por la casa para intentar atracar al padre, sin conseguirlo -unas páginas sensacionales-, es un vividor fracasado; la hermana, la preferida del padre, residente en Barcelona y sin tiempo para atenderlo, aplaca su conciencia dando consejos sin dejar de estar pendiente de la posible herencia, demuestran capacidad de observación y de análisis de la condición humana. Son pura vida. El egoísmo se muestra sin parches ni aderezos y es, precisamente, lo que otorga una enorme fuerza a la prosa que discurre como un río a punto de desbordarse. Francisco Marsal, el amigo exquisito de juventud, hijo de un fascista y marido de Leonor, su único amor, una mujer pragmática que decidió sabiendo qué le convenía. Una amistad extraña y duradera entre el hombre de éxito y el perdedor vocacional que nos adentra en dos formas de mirar y apreciar lo que se ve. Liliana, la colombiana que sólo acude a ayudar por dinero, a pesar de las zalamerías de su discurso. Una mujer víctima y verdugo, como casi todos cuando las circunstancias les permite ejercer de esto último. Excelente la recreación del lenguaje de Liliana y los contendios de su conversación. El ambiente del bar del pueblo, con el grupo de hombres reunidos para jugar al dominó o a las cartas mientras atienden los cotilleos sobre los ausentes, donde tan importante es lo que se dice como lo que se calla.
En fin, todo un universo de personalidades reflejadas por ese grupo de personajes, descritos con maestría en unas cisrcunstancias de final de un delirio compartido o consentido que pinta un escenario que si no llega a apocalíptico, como mínimo, produce perplejidad: edificios inacabados o nuevos y vacíos, objeto del pillaje, enormes gruas abandonadas rompiendo el perfil de las montañas, solares convertidos en estercoleros, bares de puterío a lo largo de las carreteras y mucha miseria humana.
Una novela excelente y desoladora.
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