“La soledad de los números primos”
de Paolo Giordano.
Círculo de Lectores, 2009 (por cortesía de Ed. Salamandra)
272 páginas.
El título de esta novela tiene fuerza magnética y la virtud de generar expectativas, ayudadas, desde luego, por los excesivos y equívocos mensajes publicitarios. Porque con las matemáticas tiene muy poco que ver, aunque el autor sea un licenciado en Física Teórica, la metáfora de los números primos se acople de maravilla a la soledad de sus protagonistas y Mattia, uno de ellos, posea una especie de “mente maravillosa”.
Los dos primeros capítulos tienen la virtud de situar con precisión y pocas palabras el ambiente en que se van a desarrollar los personajes principales, Alice y Mattia, marcados por accidentes de la infancia. Pero las secuelas son distintas en cada uno de ellos. Alice, como víctima, arrastrará de por vida un rencor hacia su padre que hará extensivo al resto del mundo, y a Mattia, el abandono de su hermana gemela subnormal, Michela, en un parque helado, le provocará un sentimiento de culpa imperecedero. Este arranque de la novela es muy bueno, resulta inquietante y anima a continuar. El resto pierde fuelle, se limita a una verificación de la importancia de la infancia en la vida de los adultos. La impericia de los padres como educadores y para crear un clima de confianza, junto a los hechos acaecidos, dará lugar a unos seres incapaces de comunicarse con los demás y de expresar sus sentimientos, abocados a la soledad.
La estructura de la novela sigue un desarrollo cronológico pasando por la adolescencia y primera madurez de Alice y Mattia, que el autor lleva a cabo a partir de la descripción de hechos puntuales de especial significación (la escena del caramelo restregado por la suciedad de los vestuarios, la fiesta del cumpleaños de Viola, la sesión de fotografías de la boda de ésta) dejando que sea el lector quien, a partir de ellos, deduzca el resto. Alice y Mattia coinciden en el instituto, se identifican como dos bichos raros, y mantienen una relación cifrada, exclusivista, y reprimida siempre al final por esas limitaciones mentales que lleva al bloqueo físico e imide sacar los sentimientos, a pesar de ser conscientes de que “las decisiones se toman en unos segundos y se pagan el resto de la vida”.
El personaje de Alice parece creíble, una niña deseosa de ser admitida en sociedad que tropieza con la maldad existente que la envía, una y otra vez, a su mundo solitario. Alice es vengativa y egoísta, anoréxica, con iniciativa en la relación con Mattia, inmadura y propensa a la equivocación. Mattia, resulta más oscuro, superdotado para las matemáticas, torpe para la vida, confuso en la relación con sus padres, que se autolesiona las manos, es más reflexivo pero no por ello camina más orientado. Son dos almas enfermas, resentidas, distintas, incapaces para cruzar sus destinos aunque lo desean y tienen posibilidad de ello.
La he leído con gusto. Tal vez lo mejor sea esa impresión que suscita de sociedad sorda ante el sufrimiento ajeno, o los obstáculos que cada uno pone a la comunicación en la distancia corta, en el interior de la familia. Todo esto lo extrae el lector de esos universos domésticos expuestos con trazos gruesos y efectivos. La juventud del autor (apenas 26 años cuando la publicó) sorprende, pero he echado en falta mayor hondura sicológica. No es la obra extraordinaria que me había prometido el runrún del mercado. Y eso que el final, infeliz, disgustándome, reconozco que es el mejor posible y el más coherente.
María García-Lliberós
de Paolo Giordano.
Círculo de Lectores, 2009 (por cortesía de Ed. Salamandra)
272 páginas.
El título de esta novela tiene fuerza magnética y la virtud de generar expectativas, ayudadas, desde luego, por los excesivos y equívocos mensajes publicitarios. Porque con las matemáticas tiene muy poco que ver, aunque el autor sea un licenciado en Física Teórica, la metáfora de los números primos se acople de maravilla a la soledad de sus protagonistas y Mattia, uno de ellos, posea una especie de “mente maravillosa”.
Los dos primeros capítulos tienen la virtud de situar con precisión y pocas palabras el ambiente en que se van a desarrollar los personajes principales, Alice y Mattia, marcados por accidentes de la infancia. Pero las secuelas son distintas en cada uno de ellos. Alice, como víctima, arrastrará de por vida un rencor hacia su padre que hará extensivo al resto del mundo, y a Mattia, el abandono de su hermana gemela subnormal, Michela, en un parque helado, le provocará un sentimiento de culpa imperecedero. Este arranque de la novela es muy bueno, resulta inquietante y anima a continuar. El resto pierde fuelle, se limita a una verificación de la importancia de la infancia en la vida de los adultos. La impericia de los padres como educadores y para crear un clima de confianza, junto a los hechos acaecidos, dará lugar a unos seres incapaces de comunicarse con los demás y de expresar sus sentimientos, abocados a la soledad.
La estructura de la novela sigue un desarrollo cronológico pasando por la adolescencia y primera madurez de Alice y Mattia, que el autor lleva a cabo a partir de la descripción de hechos puntuales de especial significación (la escena del caramelo restregado por la suciedad de los vestuarios, la fiesta del cumpleaños de Viola, la sesión de fotografías de la boda de ésta) dejando que sea el lector quien, a partir de ellos, deduzca el resto. Alice y Mattia coinciden en el instituto, se identifican como dos bichos raros, y mantienen una relación cifrada, exclusivista, y reprimida siempre al final por esas limitaciones mentales que lleva al bloqueo físico e imide sacar los sentimientos, a pesar de ser conscientes de que “las decisiones se toman en unos segundos y se pagan el resto de la vida”.
El personaje de Alice parece creíble, una niña deseosa de ser admitida en sociedad que tropieza con la maldad existente que la envía, una y otra vez, a su mundo solitario. Alice es vengativa y egoísta, anoréxica, con iniciativa en la relación con Mattia, inmadura y propensa a la equivocación. Mattia, resulta más oscuro, superdotado para las matemáticas, torpe para la vida, confuso en la relación con sus padres, que se autolesiona las manos, es más reflexivo pero no por ello camina más orientado. Son dos almas enfermas, resentidas, distintas, incapaces para cruzar sus destinos aunque lo desean y tienen posibilidad de ello.
La he leído con gusto. Tal vez lo mejor sea esa impresión que suscita de sociedad sorda ante el sufrimiento ajeno, o los obstáculos que cada uno pone a la comunicación en la distancia corta, en el interior de la familia. Todo esto lo extrae el lector de esos universos domésticos expuestos con trazos gruesos y efectivos. La juventud del autor (apenas 26 años cuando la publicó) sorprende, pero he echado en falta mayor hondura sicológica. No es la obra extraordinaria que me había prometido el runrún del mercado. Y eso que el final, infeliz, disgustándome, reconozco que es el mejor posible y el más coherente.
María García-Lliberós