Ed. Seix
Barral, 2011
Traducción de Marta Rebón.
328 páginas.
Elif Batuman es una neoyorkina (1977) de origen turco especializada en
literatura rusa y uzbeka, (lengua relacionada con la turca y la rusa). Ama la
literatura, la concibe como parte de su yo, hace crítica literaria, pretende
ser escritora y se prepara leyendo hasta la última palabra de los autores rusos
intentado desentrañar lo más recóndito de ellos. Así surgió “Los poseídos”.
El libro participa de las características del ensayo y la novela, en el
marco de unas memorias de los primeros años de profesora universitaria. Una
mujer con ideas originales, sólidas para su edad, convencida de que las
lecturas intervienen en la vida de las personas y como muestra, nos ofrece su
experiencia, con humor y una prosa fluida, lo que no empaña el bagaje de
conocimientos acumulados sobre literatura rusa y uzbeka. Aporta anécdotas,
contextualiza los textos, los enriquece con sus análisis y contagia entusiasmo
al lector. Añade una visión crítica del comportamiento de los profesores
universitarios.
Su fascinación hacia lo ruso la motivó Maxim, profesor de violín y primer
ruso que conoció, y la lectura de Anna
Karenina (en Ankara en casa de su abuela). Decidió ser lingüista de ruso,
para poderse explicar qué quería decir realmente Tolstói.
Dedica un capítulo a Isaack Bábel, judío ruso nacido en 1894 en el gueto
de Odesa, autor de Diario 1920 y Caballería roja, fusilado en 1940 tras
sacarle mediante tortura la confesión falsa de haber sido espía. Batuman se
explaya en el análisis de su obra que mezcla con las anécdotas de un congreso disparatado
sobre Bábel, con la presencia de Nathalie y Lidia Bábel que no aportaron nada
porque desconocían la obra de su pariente, que sirve para ironizar sobre la
sociedad intelectual, necesitada de mitificar a escritores muertos e idear
teorías para llenar tesis artificiales.
En este contexto presenta con osadía una ponencia sobre la muerte por
envenenamiento de Tolstói, un invento que le permite conseguir una beca para
asistir a un congreso sobre el escritor en Yasnia Poliana, su casa de campo. El
relato de esos días es fantástico -la autora posee dotes para la narrativa-
aparte de las informaciones que da sobre la vida, obra y muerte de Tolstói.
La obra tiene mucho de curso de literatura rusa poco convencional, pero
eficaz pues despierta el interés por la misma.
La estancia de Batuman en Samarkanda durante un verano tuvo que ver con la
posibilidad de obtener un puesto vacante de profesor de uzbeko en la Universidad. No me
parece acertada la división en tres capítulos de la estancia en Samarkanda,
intercalados por otros más interesantes, que entran de lleno en la literatura
rusa. Cansan al lector, porque el estudio de poetas menores de la literatura
uzbeka carece de la fuerza de los rusos. Vale la pena volver a éstos y centrarnos
en el capítulo “La casa de hielo”, uno de los más sugestivos por las relaciones que
efectúa entre literatura e historia.
“La casa de hielo” es una novela de Ivan Lazhéchnikov relacionada con el
nacimiento de San Petersburgo en 1703 y que Batuman tradujo en 2006, después de
visitar la ciudad en unas fechas en las que, como reclamo turístico, frente al
Hermitage construyeron una casa de hielo en la que, previo pago, una pareja podía
pasar la noche de bodas, igual que en sus orígenes, concebida por la emperatriz
Ana –mujer giganta, gorda y despótica- que, por diversión, obligó a unos enanos
bufones a una boda extravagante que cuenta Lazhéchnikov en su novela.
La autora la define como “la casa de muñecas de los juguetes humanos de
la emperatriz Ana”, instrumento de tortura, experimento científico, museo
etnográfico y obra de arte. Para inaugurarla se encargó al poeta Trediakowski
una oda y la víspera, éste fue apaleado. Medio muerto, bajo una máscara,
asistió a la inauguración y leyó el poema. Batuman relaciona este hecho con la
historia de la literatura rusa, caracterizada por someter a sus escritores a un
enorme control estatal. Como consecuencia, en ningún otro sitio se toma tan en
serio la literatura como en Rusia.
“Los demonios”, de Dostoievski persigue como una obsesión a Batuman. En
Stanford, conoció a Matej, un estudiante croata que le pareció la encarnación
del protagonista de “Los demonios”, Stavroguin, por su carisma de seductor con
efecto magnético sobre ambos sexos, y peligroso. Su relación con Matej parece
reproducir fragmentos de la novela de Dostoievski y, de nuevo, la vida y las
lecturas favoritas se mezclan de forma indisoluble. El método sigue siendo
relacionar recuerdos y vivencias con recuerdos de sus lecturas. Elif Batuman,
tan joven, resulta un pozo de sabiduría literaria.
A la autora, su romance con la literatura rusa, le ha servido para
convencerse de que, aunque su trabajo la fuera a matar, volvería a escogerlo,
porque si existen respuestas en el mundo, están ahí, en la literatura. Batuman
sabe de qué habla y sus páginas sobre crítica literaria son excelentes. Escribe
con ironía, autocrítica, emoción y sentido de estar aprendiendo. El libro
responde con justicia a su frase promocional “aventuras con libros rusos y con
las personas que los leen”, un ensayo desenfadado (más un diario personal y un
libro de viajes) que desborda los cánones académicos y es lo que lo hace diferente.
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