domingo, 16 de diciembre de 2018

"La función perdida" en Gandía, librería AMBRA

El jueves 13 de diciembre tuvo lugar en la librería AMBRA de Gandía la presentación de mi última  novela La función perdida.

La TV de LA SAFOR emitió la siguiente entrevista realizada por el periodista Daniel Ardid.

Asimismo, en ONDA CERO GANDÍA, también emitió otra entrevista realizada por Rafael Martínez.

La verdad es que, a pesar de que el acto estuvo muy publicitado, temí un fracaso pues sobre las 19 h comenzó a diluviar y por tierras valencianos la lluvia disuade a la gente de salir de casa. Sin embargo, no fue así. Un grupo de personas, no grande pero sí muy participativo, vino a escucharnos a Agustina Pérez, catedrática de Lengua y Literatura, quien estuvo magnífica, y a mí misma. Resultó una presentación entrañable y nos sentimos entre amigos, como en casa. Ayudaba el entorno. La librería Ambra de Gandía se merece una visita y María Bravo, la librera, gestiona con profesionalidad y cariño.
Unas fotos para el recuerdo.



Y aquí la estupenda intervención de Agustina Pérez, un lujo para un autor. Copiado del blog de Agustina Pérez.

Perder la función para encontrar la vida

17/12/2018

María García-Lliberós es, según confiesa ella misma, una autora tardía. Lo que no es igual que una escritora tardía. Sólo indica que tardó en decidirse a compartir con otros lo que escribía y publicarlo. Su interés por publicar viene del deseo generoso de compartir lo que ella siempre había gozado: el placer de la lectura.
Porque María es una observadora atenta y minuciosa de la realidad y una lectora voraz. Y la literatura es para ella, como para tantos otros, un modo de conocimiento. Escribiendo, se ordenan las ideas y el mundo nebuloso del pensamiento. Porque las palabras escritas o habladas son el pensamiento hecho carne. Y esa carne siente, palpita, duele. Y también cura y gratifica.
Es licenciada en Ciencias Económicas y en Políticas y Sociología por las universidades de Valencia y Madrid respectivamente. Empezó su andadura en la actividad pública como Directora General de Medios de Comunicación de la Generalitat Valenciana y desde ella impulsó Canal 9, que confiesa con amargura que nunca cumplió sus expectativas iniciales. También, directora del Centro Regional de TVE en Valencia, y delegada de RTVE en la Comunidad Valenciana. Y economista del Ayuntamiento de Valencia, hasta agosto de 2015.
Ha colaborado, como columnista, con diversos medios de comunicación escritos, como El País y el Diario Levante, y ejerce la crítica literaria en Posdata y en su blog Crónica de lecturas.
Se confiesa defraudada de la política y de los políticos a los que achaca falta de “calidad humana”. Y declara que sufrió mucho en la actividad pública. En algunas de sus columnas desgrana las sensaciones tóxicas que le producen arribistas y cucañistas de la política, como los llamaba Machado. Y les achaca la decepción de la gente, harta de sus engaños y estafas.
María empezó a escribir cuando dejó la política. Y, aunque dice que nunca utiliza los entresijos que conoció en su actividad, es verdad que tiene una visión privilegiada de los mismos, como espectadora que fue de ellos en primera persona. Y eso se refleja en su obra. Porque, como afirma, “la política es la mejor escuela sobre la condición humana”.
Se confiesa autodidacta y lo que sabe lo aprendió leyendo. La literatura es para ella un refugio mágico donde disfruta. Porque es una autora feliz cuando escribe. Nunca se siente angustiada ante la pantalla en blanco. Una suerte inmensa.
Es una escritora meticulosa y ordenada que aprovecha cada nota, cada observación para introducirla en sus tramas.
La escritura es su manera de comunicarse con los lectores que, como ella, buscan en los libros conocimiento y refugio. Y también, por qué no, entretenimiento.
Conocimiento, porque María escribe sobre la memoria vivida. Memoria que comparte con los lectores que habitan su mismo espacio, la Comunidad Valenciana y Valencia en particular.
Y aborda esa memoria desde el interior de sus personajes. No en vano es admiradora de Proust y de Henry James. Los conflictos internos, la psicología de sus personajes la atraen más que los externos, que aparecen como telón de fondo de vidas particulares, arrastradas muchas veces y a su pesar por los acontecimientos históricos.
Y en esas vidas reconocemos las nuestras porque los problemas son comunes. La soledad, la codicia, la traición, los miedos, las inseguridades. Y también la amistad, el amor, las relaciones personales. “La literatura sirve para que la gente conozca su propia historia” afirma.
Y es que, viviendo las vidas de otros nos evadimos de nuestros problemas, aprendemos a vivir de otro modo, nos entendemos y salimos de nuestro ensimismamiento. Y me permito añadir, parafraseando la cuña publicitaria de esta entrañable librería Ambra, que es posible vivir muchas vidas leyendo.  Eso enseña a no cometer tantos errores en la propia. Es como un magnífico ensayo general que nos permite aprender a evitarlos.
Refugio, porque sus libros están llenas de intriga psicológica, de líneas narrativas que se entrecruzan y que atrapan al lector y de tramas detectivescas que quizá aprendió en otra de sus maestras, Patricia Highsmith. Sus temas recurrentes son las relaciones familiares y de pareja en entornos urbanos de clase media, cercanos a ella y a sus lectores. Rupturas, reconciliaciones, dramas domésticos se mezclan con prejuicios de clase, y tampoco faltan conatos de rebeldía.
Comenzó su andadura literaria en un año olímpico de fastos y euforia, 1992. Su novela corta La encuestadora, recibió el Premio Gabriel Sijé. Y en ella están ya dos de los rasgos recurrentes de su novelística: las mujeres y la introspección.
El juego de los espejos, de 1996, une la trama detectivesca casi de novela negra con la crítica despiadada de arribistas del poder el éxito y el dinero, que tan bien conocemos en estas tierras.
En 1999 recibe el Premio de la Crítica por Equívocos que sería llevada al cine en 2004 con el título Mentiras. Y en ella el protagonista, un hombre en este caso, escribe para conocerse.
Con Como ángeles en un burdel consigue en 2002 el premio Ateneo de Sevilla del que había quedado finalista con Equívocos. Es una novela de aprendizaje, un cuaderno autobiográfico de la educación sentimental de la protagonista desde su infancia en el tardofranquismo hasta el presente narrativo en el año 2001, ambientada en Valencia. Es la historia de tantas traiciones a los ideales de nuestros mayores. Una especie de ajuste de cuentas. La protagonista vuelve a ser femenina y el diario, un método de conocimiento.
María García-Lliberós llega a su madurez creativa en 2006 con Babas de caracol, cuyo título recoge una frase de  Francis Bacon alusiva al deseo de persistir más allá de nuestra existencia. En ella, a través de una mujer inspirada en un personaje real de la burguesía valenciana que muere abandonada por su familia, recorre la historia del siglo XX español. Hay un escritor interpuesto que narra su historia, pero vuelve a ser la escritura la que ordena el mundo y lo perpetúa más allá de la muerte de la protagonista. El amor y la capacidad de perdonar dan una luz nueva a la trama porque son los únicos sentimientos que pueden redimirnos.
Vienen después, Lucía o la fragilidad de las fuertes en 2011 y Diario de una sombra en 2015. En la última, narra la evolución de la sociedad en las últimas cuatro décadas, marcada en estas tierras por la corrupción, las traiciones y los miedos, pero también por nuevas relaciones paterno-filiales. Y se introducen temas nuevos como el paso del tiempo, la muerte, la enfermedad y las traiciones. Pero paliados todos con una ironía y sentido del humor curativos que permiten aceptarlos con inteligencia y una sonrisa.
El libro que hoy presentamos, La función perdida, es su octava novela. Se publica en 2017 y ya va por la tercera edición.
En ella, la autora recoge muchas de las líneas citadas antes e introduce algunas nuevas.
Como en las anteriores, el protagonista recurre a la introspección, decide escribir lo que piensa para intentar conocerse. El libro es la historia de un pasado que desemboca en un presente y que corre paralelo a un friso histórico que lo mediatiza y enmarca.
Las intrigas detectivescas enganchan al  lector y le dan toques de humor casi negro al drama de los personajes. Profundiza en el tema de la muerte, la enfermedad y el paso del tiempo. Y sigue tratando las relaciones paternofiliales que amplía a las de abuelos y nietos.
Siguen ahí, como protagonistas de excepción, las críticas descarnadas a los arribistas corruptos, al poder del dinero y a la amoralidad de los poderosos. Y ahora los términos nos resultan cruelmente familiares: escándalos de vertederos, pelotazos urbanísticos, trapicheos judiciales, falsificación de documentos, chantajes personales. Todo ello trufado con traiciones matrimoniales, intelectuales de pacotilla, funcionarios corruptos, bajas fraudulentas y una sociedad entera en descomposición.
Pero hay dos líneas temáticas esenciales que desarrolla en ella: la jubilación y la amistad. La primera es la causa fundamental de la desesperación del protagonista, y la segunda será su redención y el detonante de su cambio.
El protagonista de La función perdida es un hombre, lo que no ocurría desde Equívocos y supone aceptar un nuevo reto: meterse en una mente masculina.
El libro es una larga reflexión que el altivo y cínico funcionario Emilio Ferrer se impone para entenderse a sí mismo. Un largo flash-back que nos descubre y le descubre a él mismo las claves de su pasado y el profundo cambio tras su jubilación.
El primer capítulo es un embrión de lo que será la historia. Estamos en el presente de Emilio. Cinco años después de su jubilación. Es su cumpleaños y se siente reconciliado con el mundo.
A partir de ahí, en más de trescientas páginas  nos cuenta su historia. Como corresponde a una reflexión introspectiva, los párrafos son lentos, cadenciosos. El lenguaje se acerca a lo hablado para dar verosimilitud a la corriente de pensamiento, y no se evitan expresiones descarnadas a veces.
A medida que avanza la historia, el estilo se hace más ligero. Se mezclan sabiamente diálogos con descripciones narrativas, que dan un ritmo ágil a la prosa y que nos presentan a los personajes. A los que describe detallada y minuciosamente.
Abundan los diálogos con función narrativa y las reflexiones, interrumpidas por exclamaciones irónicas e incluso agresivas, que aportan un toque de coloquialismo y de humor.
No faltan las digresiones sobre temas filosóficos como el mal, la existencia de Dios o la eutanasia que bullen en el cerebro del protagonista e interfieren en el decurso de su historia.
“Contar historias nos distingue del resto de seres vivos” decía Ana, la esposa de Emilio. Ahora él se cuenta la suya para entenderse. Y echa de menos la pericia de ella, la lectora experta que había aprendido en los libros a diseccionar sentimientos.
Aun así, el protagonista lo hace. Con frases cortas y tajantes, acordes con su rabia y desconcierto inicial. Y nos invita a compañarlo en su aventura vital. El viaje desde el precipicio del día siguiente a su jubilación, el maldito lunes sin nada qué hacer ni nadie a quién ver, la decadencia, el punto final, la antesala de la muerte- una cascada de términos negativos que reflejan desconcierto y que aplastan al protagonista- hasta el hombre nuevo, reconciliado consigo mismo y con el mundo, y que decide escribir para  contárnoslo.
Emilio Ferrer es el prototipo de macho poderoso y triunfador. Alto funcionario sin sentimientos que se refugia en el trabajo, su adicción, para llenar su vida, vacía de empatía y de humanidad. Un canalla con clase y mucho poder, que inspira temor y al que nadie quiere. Bon vivant, amante del lujo y del coche oficial, más preocupado por su reputación que por su familia. Rencoroso y vengativo, cobarde y muy proclive a castigar en otros sus propias carencias, como hace con el abogado Simó. Un elitista sin humanidad en una burbuja de poder.
Ingrato con sus amigos de verdad, como Guillermo, envidioso e incluso mezquino con el dinero.
Machista empedernido, furioso con el feminismo al que achaca sus males, con una mirada hacia las mujeres que las convierte en meros objetos y que le impide ver a las personas que hay detrás. Los sentimientos le parecen debilidades y el amor, mero romanticismo. Incluso se confiesa rasgos de viejo verde que lo asustan.
Sólo falta en el paquete la xenofobia, pero la autora le concede la virtud de carecer de ella. Aunque más que comprensión por su asistenta parece sentir compasión. Más caridad que justicia. Y prueba de ello es su distancia de clase con Sara.
Vamos poco a a poco descubriendo sus defectos y sus causas, analizadas por él mismo sin complejos y, aunque parece difícil empatizar con un individuo de su categoría, precisamente por ese resquicio de honestidad que le queda al reconocer sus errores, empezamos a entenderlo.
Creo que hay dos factores que lo redimen y que provocan la decisiva fisura en su burbuja de arrogancia. Que lo hacen humano y cercano. Y son la amistad y el amor.
Amistad generosa, que él desprecia como perruna, de Guillermo. Amigo de infancia, sensible, templado, ingenuo y desgraciado a partes iguales, Empático y conciliador, con los pies en el suelo y siempre dispuesto a perdonar sus desprecios. Pero con poca iniciativa y siempre inseguro, frente a la prepotencia del protagonista. Dispuesto a seguirlo hasta en lo peor: planear un crimen.
La autora suele referirse a ellos como una pareja quijotesca. Y es verdad que ambos se contagian uno del otro, como Don Quijote y Sancho y terminan intercambiando los papeles. No se oponen, se complementan.
Guillermo pone a Emilio Ferrer ante el espejo de su falta de empatía, de su incapacidad de expresar sentimientos, de su cobardía para reconocer los afectos y de su individualismo egoísta. En el momento en el que Emilio empieza a sentir envidia por Guillermo y no lástima, está curado. Como él mismo se confiesa: “Se acabó ir de duro”.
El amor estaba a su lado y no lo veía. Se lo impedía su arrogancia. A su mujer la echa de menos tras su muerte, cuando la ignoró en vida y aceptó sus aventuras, acumulando rencor y cerrando los ojos para no manchar su propia reputación. Su encanallamiento, al aceptar en silencio las infidelidades de Ana, deriva de su miedo y de su cobardía para enfrentarse a sus causas.
Ana, lectora perspicaz, mujer hecha a sí misma, sensible, tenaz, se nos presenta a través de sus lecturas y las anotaciones que hace en su fichero. Una especie de diario literario. Su sombra planea sobre el protagonista más allá de su muerte y late en muchas de sus reflexiones, las de sus hijos y hasta en su nieta que parece será la heredera de su legado literario.
Los hijos del protagonista son dos extraños a los que conoce ahora. Completan el rompecabezas de su pasado y le enseñan su falta de atención para con ellos. Y es muy interesante comprobar la perspectiva que aportan a la visión de su madre muerta y a la figura del padre ausente desde sus reproches y también desde sus silencios.
Sólo su nieta recibe el afecto que a ellos les negó. Como si quisiera redimir su pasado, vuelca en ella su función de padre, la aconseja, la mima, la cuida e incluso se convierte en su caballero andante para salvarla de un problema grave.
Pero será el amor incondicional de su antigua secretaria quien logre romper la coraza antisentimental de Emilio y abrirlo al mundo real mediante la lectura y las aficiones compartidas. Gracias sobre todo a la generosidad de ella al no pedir nada a cambio. Generosidad que contrasta con la ingratitud del protagonista.
Alguien debería escribir un ensayo sobre la ingratitud de los hombres en general hacia las mujeres. Y ponerme de ejemplo.
, se dice Emilio.
Mezclados con estas líneas esenciales, aparecen en la novela subtemas complementarios como la gastronomía –incluidas suculentas recetas-, las redes sociales y sus peligros y utilidades, traiciones matrimoniales, aventuras masculinas en busca de la juventud perdida y hasta proyectos de crímenes perfectos. Creo ver resonancias cinematográficas de La ventana indiscreta, Crimen perfecto, o La tentación vive arriba. Así como de las novelas de Patricia Higsmith en la novela que presentamos.
Y tampoco faltan las redes clientelares, el ciberacoso escolar, la policía franquista o la crisis económica.
El friso social parece correr paralelo a los sentimientos del protagonista. Su hundimiento tras la jubilación coincide con la crisis económica, y su renacer con la aparente recuperación. En el camino, las contradicciones de Emilio Ferrer se entrecruzan con las de una sociedad que las propicia. Porque para que haya políticos corruptos es necesario que haya empresarios corruptores, funcionarios cómplices y una ciudadanía que tolere la corrupción e incluso la premie, como bien sabemos en estas tierras. Y para que haya seres inhumanos, omnipotentes y cínicos adictos al poder, es necesario un sistema que ponga el dinero por encima de las personas.
El libro está dividido en 20 capítulos con título. Casi la mitad llevan nombre femenino. Lo que demuestra que la presencia de las mujeres es fundamental en la obra de esta autora porque precisamente de ellas vendrá la redención. A la amistad dedica casi el mismo espacio, seis capítulos, lo que confirma lo expuesto anteriormente. No faltan tampoco títulos humorísticos, cinematográficos, canciones o sentencias como Un par de pillos, La tentación vive al lado, Amigos para siempre, o Nunca es tarde.
A través de ellos acompañamos a Emilio Ferrer en el cambio radical -marcado en su definición de Facebook- desde el cascarrabias paciente hasta el joven de 74 tacos en el que se transforma años después.
María García Lliberós acaba su novela cerrando el círculo que inició el antipático y arrogante Emilio recién jubilado con el Emilio nuevo y humano que se acepta a sí mismo como persona, que se ha abierto a los demás y que ha encontrado la paz en la vida sana y los sentimientos sencillos.
“La vida tiene momentos bellos”, nos dice. Y eso es la felicidad, me permito añadir. Aprovechar los pequeños momentos. Porque la felicidad en abstracto no existe. Y cada cual se construye la suya, que es propia e intransferible. Y para construirla es imprescindible ser generoso, dejar de pensar en uno mismo y abrir los ojos a lo que nos rodea.
Porque podemos desperdiciar el tiempo y la vida con adicciones tóxicas como el trabajo o el poder. Y cuando el trabajo nos impide vivir y tener afectos, no nos dignifica sino que nos encanalla y nos hace peores personas.
Para Emilio el detonante fue la jubilación. Quizá porque dejar el refugio del trabajo le permitió encontrarse, reflexionar, tener dudas y salir de su cárcel dorada.
Siempre he pensado que para aquellos que tienen una vida plena la jubilación es una oportunidad excelente para iniciar o continuar lo que el trabajo les impedía. Y considero que quienes ven en ella un final han errado en sus prioridades y, quizá por cobardía, se han refugiado en un trabajo que no sólo no los dignificaba sino que les impedía vivir plenamente. La jubilación es el fin del trabajo reglado, no el fin de la vida, sino el comienzo de otra.
Discrepo de Emilio Ferre cuando afirma que “la vejez es fea, pero se puede maquillar”. Esa afirmación sólo se entiende desde la óptica actual que considera la juventud el cánon de belleza. Que adora lo joven hasta el punto de considerarlo un valor en sí mismo, olvidando que la experiencia se adquiere con los años y que en sociedades clásicas los ancianos los depositarios de la sabiduría. Justo lo contrario que en los tiempos que vivimos. Vejez es una palabra tabú que se sortea con eufemismos como tercera edad, que me parece horrible, o personas mayores que la evita difuminando sus límites.
La vejez es otra etapa de la vida, más serena, más sabia, más lenta y provechosa que no necesita maquillaje para embellecerse, ni aparentar juventud para ser fructífera. Es imposible parar el paso del tiempo, y negarlo sólo crea frustración. No es un final, sino una oportunidad.
Se trata solamente de aceptar con sabiduría y dignidad el paso del tiempo. Pero para eso es necesario haber construido una red de afectos que nos envuelva. Y esa red le faltaba a Emilio porque sólo se quería a sí mismo y no parecía necesitar de nadie.
Es necesaria una vida interior que no pare, y una actividad constante más allá del trabajo que impida considerarse acabado. Imposible conseguirlo si la persona, como le ocurría a nuestro protagonista, vive para trabajar y no trabaja para vivir.
Y sobre todo, sobre todo, se necesita ser honesto consigo mismo, como muy bien aprendió el Emilio de La función perdida. Diferenciar el miedo que sentían por él, subordinados y políticos, de lo que él creía que era respeto. No confundir sentimientos con debilidades. Y asumir que siempre necesitamos de los demás para seguir adelante. Que nadie es más que nadie, como afirmaba el maestro Antonio Machado.
La función perdida es una llamada a estas reflexiones y una muestra de que el cambio personal es posible. Y María García-Lliberós lo hace deleitando. Porque la novela atrapa al lector y lo lleva de la mano por la vida de su protagonista y de los que lo rodean mientras observamos sus dudas, temores, miserias y virtudes. Y entendemos que todo ello también forma parte del mundo que nos rodea. Porque es nuestro mundo y porque trata temas que conocemos y nos afectan a todos.
Emilio Ferrer perdió su función, pero tuvo la suerte de encontrar su vida. La verdadera, no la falsa que lo atrapó durante años.
Quizá marque el camino para que los lectores de su reflexión aprendan de sus errores, viviendo mejor sus vidas.
Porque, como dice el poeta Roberto Juarroz:
La vida nos acorta la vista
pero nos alarga la mirada.

Este texto fue leído en la presentación de La función perdida en la librería Ambra de Gandia  el jueves, 13 de diciembre de 2018.
Agustina Pérez 

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