miércoles, 18 de diciembre de 2013

"Y las montañas hablaron", de Khaled Hosseini



Editorial Salamandra, 2013.
384 páginas. 
20,00 €; ebook: 14,24 €.




Sinopsis: En 1952, en una aldea afgana, un campesino pobre y su mujer, venden a la pequeña Pari de 3 años, a una familia rica de Kabul, decisión que pesará sobre ellos y sobre Abdulá, el hermano mayor de diez años. La novela es un desasosegante itinerario de destinos múltiples, un movimiento de esencias y ausencias que se complementan en la necesidad del olvido y, al mismo tiempo, en la no resignación de la memoria a darse por vencida y olvidar. Novela que entrelaza los destinos de varias generaciones y explora las infinitas formas en que el amor, el valor, la traición y el sacrificio desempeñan un papel determinante en las vidas de las personas. (La reproduzco de la portada porque es un buen resumen).

Comentario
Khaled Hosseini ya había demostrado en "Cometas en el cielo" y "Mil soles espléndidos" lo buen contador de historias que es. Con esta nueva novela, que no defraudará a sus seguidores, se consolida como tal. Abarca un período que va de 1952 a 2009. Recorre, por tanto, una época de Afganistán convulsa, triste, en la que las sucesivas guerras internas  e invasiones del exterior han ido destrozando ciudades y aldeas, corrompiendo el poder político y animando a gran parte de la población a huir a otros paises para poder sobrevivir.
En torno a la historia de Pari y de Abdulá, hermanos separados a la edad de 3 y 10 años respectivamente, para seguir caminos por completo diferentes -Pari se educará en París y Abdula, tras muchas penalidades, acabará poniendo un restaurante en los EE.UU-, el autor aborda una serie de personajes con enorme profundidad, poniendo de manifiesto el papel fundamental de la familia, en cualquier sociedad, el apoyo que supone y los límites a la libertad individual que impone, los anhelos, sufrimientos y avatares que conlleva el existir. Las vueltas que da la vida, imprevisibles, sorpresivas, la dependencia del azar, la impotencia ante la injusticia, el desasosiego del exilio, la importancia de las referencias culturales para afirmar la identidad del individuo.
Una novela hermosa que se lee con enorme interés, casi con pasión, y que tiene la virtud de modificar nuestra distorsionada visión de Afganistán y de los afganos en general, y de dejar huella.

miércoles, 11 de diciembre de 2013

"Siempre hemos vivido en el castillo", de Shirley Jackson

Editorial Minúscula, 2012                               

224 páginas.

Esta novela es extraordinaria y cuánto más la recuerdo, más me gusta. Recientemente la hemos analizado un grupo de amigas en un club de lectura que mantenemos desde hace años. La ponente fue la profesora Carmina Pastor e hizo una exposición tan interesante que le pedí que me pasara el texto para compartirlo en este blog, abierto a colaboraciones de interés. Se lo agradezco mucho. Estoy segura de que quien lo lea no resistirá la tentación de acercarse a la novela y engullirla. Un auténtico placer.

La reseña de Carmina Pastor.                                                  


              La lectura de esta novela publicada en 1962 deja una sensación extraña. El argumento es sencillo. Dos hermanas viven en el castillo familiar junto a su viejo tío. Son los supervivientes de un envenenamiento que, seis años atrás, acabó con el resto de la familia. Aunque la justicia acusó a Constance -la hermana mayor, absuelta por falta de pruebas-, el lector intuye pronto que fue la perversa protagonista -la pequeña Merricat- la asesina. Con un contacto mínimo con la gente del pueblo, viven en una armonía que se verá rota cuando aparezca el primo Charles, que aspira a casarse con Constance y conseguir los bienes de las hermanas. Decidida a evitarlo, Merricat provoca un incendio que consigue alejar al primo, pero que destruye casi por completo la casa. Sin embargo, cuando parecía abocada a un final dramático, la historia da un giro que conducirá a un final feliz, mágico e inesperado, en el que las hermanas, recluidas en la cocina -lugar cargado de simbología- conseguirán una felicidad superior a la que tenían al comenzar la narración.
               Merricat narra la historia en primera persona, por lo que los hechos pasan por su particular punto de vista. Los relata con lucidez, habilidad para mantener la tensión, y con toques de humor que aparecen incluso en los momentos más dramáticos. Su voz lo inunda todo. Junto a ella, los otros habitantes del castillo: Constance, que tiene un papel esencial, y el tío Julián. Frente a ella, los odiosos habitantes del pueblo y el primo Charles, que viene de lejos con la pretensión de quedarse, y que representan el peligro y el desorden. Y, aunque muertos, también están presentes sus antepasados, “los Blackwood”, habitantes del castillo que fueron envenenados, y “las mujeres de los Blackwood”, a las que se alude en varias ocasiones.
               El espacio adquiere una importancia crucial en la novela. Se centra en el castillo –ambiente de novela gótica- los campos que lo rodean y el pueblo sobre el que la autora proyecta una visión crítica.
               Frente a la precisión del espacio, sorprende la imprecisión del tiempo. Aunque a menudo se remonta a una época anterior en la que se sitúan los recuerdos y el trágico suceso, la narración comienza “un viernes a finales de abril” y termina en el tiempo indiferenciado en el que, tras el incendio, se sumergen las hermanas para el resto de sus vidas. A pesar de que el tiempo es impreciso, su presencia en la vida cotidiana –las horas de las comidas, los días de la semana, las mañanas y las tardes, etc...- va a ser importante, porque irá marcando los ritos diarios y el orden vital de los habitantes del castillo.
              En la novela el conflicto y el deseo de exorcizarlo aparecen explícitos. La autora subvierte nuestros valores morales y sociales al hacer que simpaticemos con los desequilibrados habitantes del castillo, especialmente con la hechicera asesina Merricat, despreciando a los habitantes del pueblo. La historia está a medio camino entre la novela gótica y el cuento de hadas. Pero, es un cuento de hadas con otros valores: las princesas son asesinas, el príncipe que viene a salvarlas y conseguir la mano de la princesa, lo que busca es su dinero, representando para ellas el caos absoluto. Y el final feliz está lejos de consistir en la boda o en la socialización de las hermanas. Adoramos a la perturbada Merricat, que ha envenenado a su familia y no dudaría en asesinar al pueblo entero para salvarse de lo que ella vive como caos.
               Es cierto que los medios que utiliza son desproporcionados al peligro que la acecha -los castigos de los padres, el matrimonio de su hermana-. Eso nos parece a los lectores. Pero no a ella, pues Merricat tiene algún trastorno mental y, por ello, su cabeza, en la que no cabe el arrepentimiento, funciona de forma diferente a la nuestra. O debería hacerlo, porque con su narración Merricat consigue que veamos las cosas como ella las ve y sintamos lo que ella siente. Lo que nos perturba es que no hay valoración ética en la novela, pues por sus actos malvados no recibe castigo, sino recompensa. Y los lectores nos alegramos asumiendo la impunidad que se desprende de la historia y la normalización de lo que en la vida real nos parecería monstruoso.
               En el capítulo primero, en un párrafo de antología, Merricat se presenta a sí misma. Con prosa sencilla, directa y eficaz, lucidez cautivadora y un corrosivo sentido del humor, nos pondrá al corriente de lo que ella considera importante sobre su vida, sus gustos y deseos. Desde el comienzo la vemos como un ser algo salvaje, asocial y solitario y con una atracción especial por la muerte. Este capítulo es esencial porque Merricat nos va a presentar el espacio en el que se desarrollará la novela: el castillo de los Blackwood y el pueblo al que tiene que acudir martes y viernes movida por “la necesidad de conseguir libros y comida”. Espacio doble en el que podemos ver reflejado el conflicto entre el orden del castillo y el que representa para ella el caos (“La gente del pueblo siempre nos ha odiado”). Los lectores vamos a acompañarla “un viernes a finales de abril” en una de sus incursiones por el pueblo. Nos describe las casas corrientes sucias y feas, que contrastan con las casas señoriales y a sus habitantes (“gente fea de rostro malvado”, “insípidas caras grises y ojos llenos de odio”).
               Accedemos a los pensamientos que la asaltan (el sentimiento de ser odiada y de odiar, el miedo y los mecanismos para conjurarlo, el empeño por mantener su orgullo y dignidad sin enseñar su terror) y a algunos recuerdos del pasado. Vemos las reacciones de la gente que se burlan de ella. Hasta los niños la atemorizan persiguiéndola y cantándole la canción que actuará a lo largo del libro como una especie de estribillo: “Merricat, dijo Connie, ¿una taza de té querrás? / Oh, no, dijo Merricat, me envenenarás...” y que alerta de algún hecho misterioso que tiene que ver con Constance y su imposibilidad de salir de casa.
               Al terminar el capítulo, el lector está atrapado por el personaje de Merricat. La percibe indefensa, oprimida por angustiosos temores, sola ante un poder exterior que la supera. Es la protagonista típica de la novela gótica y de muchos cuentos de hadas, que despierta la inmediata simpatía del lector. Sin embargo, aquí el personaje está lleno de odio y anhelo de venganza que le lleva a desear la muerte de sus enemigos. Empezamos a dudar de si Merricat no ve las cosas distorsionadas. Pero estas objeciones no impiden que deseemos protegerla y que le perdonemos -como hace Constance-, aceptando como normal e inevitable lo que vaya sucediendo.
                   A partir del capítulo segundo, el espacio en el que va a desarrollarse la narración será el castillo de los Blackwood. Veremos moverse y hablar a los otros habitantes del castillo -Constance y el tío Julián- y al gato negro Jonás, compañero de Merricat. Conoceremos parte del pasado familiar a través de los recuerdos de Merricat y del tío Julián. Comprobaremos la necesidad que las hermanas tienen la una de la otra. Constance se irá colocando en el centro del misterio. Sus territorios son el jardín, el huerto y la cocina, en la que prepara todo tipo de alimentos. Vamos adentrándonos en sus temores y esfuerzos por controlar a la poco convencional Merricat. Pero la hábil y traviesa narradora, aunque conoce los hechos, va dosificando su esclarecimiento, manteniendo la intriga de los lectores. Vamos enterándonos de que no tenía permiso para preparar la comida ni para buscar setas, no podía servir el té ni lavar los platos, ni entrar en la habitación del tío Julián, ni coger cuchillos... Veremos a los habitantes del castillo con sus cotidianos ritos llevando una vida ordenada, armónica y feliz.
               Sin embargo, la perspicaz y adivina Merricat percibe, al volver del pueblo, un cambio en Constance, que interpreta como un presagio del caos. En una escena memorable, asistimos a la visita que Helen Clarke para tomar té. Este viernes acude con Mrs Wrigth, e insiste a Constance -ante el enfado de Merricat- para que vueva a retomar el contacto con el mundo. Será ahora cuando los lectores nos enteremos del envenenamiento que terminó con el resto de la familia y que el tío Julián cuenta ante una escandalizada Helen Clarke y una curiosa Mrs Wright. Los tres supervivientes están divirtiéndose al ver cómo el relato aterra a las visitantes. Los percibimos como geniecillos traviesos que estuvieran contando un relato de terror que nada tuviera que ver con ellos.
               A partir de esta tarde, Merricat sabe que el peligro se materializa en la figura del primo Charles que aparece en el castillo el domingo. Su llegada rompe la rutina y acapara una parte de los cuidados de Constance. El primo Charles nos va cayendo cada vez peor. Es cierto que es Merricat la que nos está contando los hechos, pero desde el principio lo vemos interesado por el dinero. Charles adquiere poder, el ambiente de la casa se va enrareciendo y el duelo entre ambos se manifiesta abiertamente.
               Constance defiende al primo Charles y se muestra contenta con su presencia. No resulta fácil acceder a lo que siente ya que Merricat solo nos enseña lo que a ella le interesa. Es posible que Constance se haya enamorado de Charles, pues -aunque nunca se llegue a decir- está pensando en casarse. En la novela no se habla de amor, porque la celosa, egoísta y malvada Merricat lo impide, sólo de peligro. Un peligro doble ya que la presencia de Charles pone a Constance frente al amor y la normalidad.
               Constance está teniendo una lucha interna entre las formas de vida y de amor que representan Charles y Merricat. Por su parte, éstos se enfrentan por poseer a Constance. Merricat, la gran manipuladora, comprende la dimensión del peligro y el poder del adversario y decide destruirlo.
               En una extraña ceremonia imaginaria, conjura a los muertos familiares que han cambiado y  aprendido a quererla, a darle todos los caprichos y a no castigarla. El recuerdo del castigo ha despertado algo muy fuerte en su interior. Sube a la habitación de Charles y allí, sobre la mesa, ve su pipa encendida y la arroja a la papelera provocando un incendio del que aparecerá Charles como responsable. La intención era quemar la habitación que contenía las cosas de Charles, pero pronto el fuego se extiende por el viejo castillo.
                   El incendio actúa como elemento desencadenante de una catarsis colectiva en la que las pasiones se desbocan sin freno. En una escena terrible en la que todo el pueblo acude al castillo para contemplar cómo las llamas lo devoran, vemos estallar el odio y la crueldad de los habitantes del pueblo. La gente mira cómo se quema la casa y ríe sin parar. Apagado el fuego, se desencadena el afán de destrucción y las hermanas serán acorraladas por una multitud salvaje y enfurecida.
               Será Jim Clarke quien consiga detener la violencia con unas palabras: “Escuchadme, Julián Blackwood está muerto […] Marchaos. Hay un muerto en esta casa.” La presencia de la muerte desactiva la furia. La gente abandona el lugar. Merricat, que durante todo el tiempo parece haber conservado la sangre fría, llevando a la atemorizada Constance casi a rastras, consigue llegar a su escondite secreto y será en este momento cuando Merricat haga su confesión:
     “-Les pondré veneno en la comida y observaré cómo mueren.
     -¿Como la otra vez?
     --Sí --respondí un instante después-. Como la otra vez.
               Ha elegido el momento adecuado. Tras la terrible escena, en la que Charles y la gente del pueblo han mostrado su lado malvado, los lectores nos ponemos de parte de las hermanas y podemos perdonarle a la valerosa Merricat, cualquier cosa que haya hecho en el pasado.
               A la mañana siguiente, comprueban lo que el incendio ha destruido. Sin embargo, la cocina sigue intacta, aunque sucia y llena de cosas rotas. En torno a ella las hermanas reconstruirán el nuevo orden. Constance se ocupará de la comida y la limpieza y Merricat de la seguridad, de la protección frente al resto del mundo. Se han quedado sin nada, sin cama, sin ropa, sin la casa de sus padres y antepasados, sin contacto con el exterior, habitando en una cocina en la que todavía queda comida, pero que acabará terminándose.
               Entonces se produce el milagro. Alguna gente del pueblo, arrepentida, empieza a llevarles comida y dejársela delante de la puerta. Es una ofrenda de expiación. El fuego ha actuado como elemento destructor del antiguo orden y como elemento purificador, que posibilita un nuevo comienzo que conduce a un orden que supera en perfección al orden primero. Ha cumplido su función catártica. La gente del pueblo comienza a acercarse al castillo, pasean por el campo o se sientan a comer en el césped mientras los niños juegan. Nadie las molesta. Va forjándose la leyenda de esas señoritas a las que nadie ve que viven entre las ruinas del castillo. Un día apareció Charles con un periodista. Venía buscando el dinero o alguna foto de las hermanas que le reportara beneficios económicos, pero llamó a Connie infructuosamente, porque está curada del amor que llegó a sentir por su primo. El caos que representó Charles en la vida de Merricat está exorcizado y nadie podrá separarla de su hermana.
                   Este inesperado final feliz hace inevitable que nos preguntemos qué ha pretendido la autora con este giro desde el verismo salvaje, con su carga de crítica social, hacia lo irreal e inverosímil. La respuesta parece sencilla: Shirley Jackson (1916-1965) nos coloca al final de la narración en un plano distinto del que estábamos, pues con una lectura literal no accedemos al sentido profundo de la novela. Es necesaria una lectura metafórica que nos lleve y nos sitúe en otro plano diferente del de los hechos que se relatan en ella. Porque hay cuestiones que no han quedado claras. Es cierto que Merricat ha conseguido lo que quería. Pero, ¿por qué quiere lo que quiere?; ¿quién es Merricat, ese personaje que encierra una profunda complejidad?; ¿y quién Constance o qué representa?, ¿de qué quiere protegerla y salvarla Merricat? Un abanico de posibilidades interpretativas se abre ante nosotros.
               La primera es que Merricat es la típica niña-adolescente que no quiere crecer y enfrentarse con el mundo. Tiene doce años cuando envenena a los padres y se provee de un ambiente protector. Se busca una madre perfecta que la alimente y la cuide, que la quiera y no la castigue. La llegada de Charles y su boda con la hermana la obligarían a crecer y, por eso, Charles supondrá para ella un enemigo terrible. Joyce Carol Oates ve latente un elemento de sexualidad reprimida que envuelve a las dos hermanas, atrapadas en una relación casi incestuosa. También sería posible interpretar los actos de Merricat como la búsqueda de una relación perfecta madre-hija. La niña o adolescente necesita una madre que la alimente y la cuide, y la quiera.
                   Se ha sugerido que Merricat y Constance podrían representar los dos planos vitales en los que se movía la autora: Constance representaría al ama de casa y madre de cuatro hijos, y Merricat, la escritora de historias de terror, una bruja –su marido difundió el rumor de que era una bruja para promocionar sus novelas- que vivía en compañía de seis gatos negros y que a lo largo de su vida estuvo aquejada de diversos trastornos psíquicos y de enfermedades psicosomáticas (murió a consecuencia de su adicción a las anfetaminas, el alcoholismo y la obesidad mórbida. Sufrió agorafobia lo que la incapacitaba y le impedía salir de su habitación).
                   Otra interpretación de la novela es en clave feminista. Para hacer esta lectura voy a apoyarme en el libro La loca del desván de Sandra M. Gilbert y Susan Gubar. Tras estudiar las obras de las grandes escritoras del siglo XIX y de algunas del XX, se sorprendieron por la coincidencia de temas e imágenes en autoras distantes geográfica, histórica y psicológicamente.
               En la Inglaterra victoriana se tenía el convencimiento de que la sexualidad masculina estaba asociada con el poder literario mientras que la femenina implicaba la ausencia de dicho poder. Así, las mujeres que osaron escribir tuvieron que enfrentarse a un dilema: o confesaban sus limitaciones femeninas y concentraban sus esfuerzos en los temas menores reservados para las damas, o se rebelaban aceptando la crítica y la marginación, pues eran calificadas de locas por descuidar los deberes propios de las mujeres intentando realizar actividades a las que sólo los hombres tenían acceso.
               Tuvieron que enfrentarse a una tradición literaria masculina, que presenta unos estereotipos de las mujeres, creados por los hombres y repetidos durante siglos, que las escritoras tienen asimilados pero en los que no se reconocen. La autora debe luchar con su miedo a no ser capaz de crear por su condición de mujer y al retrato que de ellas se hacía en los libros escritos por los hombres. Para escribir es necesaria la autoafirmación, interiorizar y creerse sus capacidades creativas, y después buscar una definición de sí mismas al margen de las creadas por los varones.
                   La tradición literaria masculina ha encerrado a la mujer en su modelo patriarcal de sociedad, que entra en conflicto profundo con su autonomía y  creatividad. Por ello, la revuelta que supone escribir la identifica con un ser monstruoso que vive para sus placeres, utiliza a los hombres y, en su locura, intenta ser como ellos. Es una bruja que posee artes poderosas y peligrosas. Y era con ella con quien se identificaba a las mujeres que intentaban coger la pluma e igualarse a los hombres.
               Estas escritoras evitaron la imitación de los modelos masculinos creando significados ocultos dentro o debajo del contenido público más accesible de sus obras. Emplearon una amplia gama de tácticas de ocultamiento para oscurecer, aunque no borrar, sus impulsos subversivos. Surge así el personaje de la loca furiosa una y otra vez en sus escritos. La loca-monstruo-bruja se vuelve una encarnación crucial del yo de la escritora. Tuvieron que esconder su furia bajo fachadas aceptables para una sociedad en la que se sentían recluidas -en las casas y en los textos de los hombres-. Las imágenes de enclaustramiento, de reclusión y el sentimiento de impotencia abundan en sus novelas. Las casas y su mobiliario doméstico son el símbolo primordial del aprisionamiento contra el que expresaron su ira escenificando huidas rebeldes, que a veces conducían hacia la nada.
                   Resulta más fácil comprender aspectos que nos habían quedado oscuros de Siempre hemos vivido en el castillo si colocamos a la autora y su novela dentro de esta tradición literaria. Aunque con una salvedad: Shirley Jackson no crea el personaje de la loca-bruja para ser destruido, como hicieron sus predecesoras. Las hermanas representan los dos polos opuestos de mujer, los dos estereotipos que aparecen en los relatos que los hombres han escrito durante siglos; y la autora las crea en su novela para salvarlas del destino de “las mujeres de los Blackwood”.
                   Shirley Jackson, una escritora trasgresora que utiliza el cuento gótico para criticar a la sociedad de su tiempo, crea el personaje de Merricat para proyectar su desasosiego. Un desasosiego que se manifiesta en los trastornos que padeció y que parecen tener relación con la ansiedad que la autoría femenina provoca. Lo novedoso es que convierte a la perturbada Merricat en triunfadora y dueña de su destino, al superar la contradicción que supone venerar la casa de sus antepasados y quemarla, librándose de un espacio doméstico que representa las tradiciones familiares que rechaza, conservando la simbólica cocina-útero, lugar mítico de poder femenino, que acoge la fusión feliz de las dos figuras femeninas opuestas, sin nada ni nadie que la perturbe. Y, así, el libro termina con esa imagen de las hermanas compenetradas que, encerradas en una cocina oscura de una casa en ruinas, bromean y miran sonrientes, por unas rendijas que han dejado en los cartones que tapan las ventanas, a las gentes del pueblo que, sin estar seguros de su existencia, hablan de ellas, creando y propagando su leyenda.

               Carmina Pastor.

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