jueves, 20 de diciembre de 2018

"La calle estrecha", de Josep Pla.


Ediciones destino. 1ª edición libro electrónico, 2016 (1ª ed. 1952)

288 páginas.

Esta obra fue escrita entre 1949 y 1951 y publicada por primera vez en 1952. Soporta mal el paso del tiempo. Ello es debido a su estructura. Como reconoce el propio Josep Pla (Palafrugell 1897 – Llofriu 1981) se trata de una novela sin argumento que justifica porque “en la vida no se producen argumentos a no ser por una rarísima casualidad, por lo tanto las novelas con argumento más que reflejar la vida, arbitran una forma de artificialidad”. No puedo estar más en desacuerdo con este aserto.
La calle estrecha es un texto que respeta la realidad y recoge las observaciones minuciosas que el narrador, un joven veterinario soltero que acude a Torrelles como titular de la plaza municipal, efectúa sobre el pueblo y sus vecinos durante su primer año de residencia. Es, por tanto, descriptivo y costumbrista y sigue un orden, desde lo general a lo particular.
Comienza con la descripción del pueblo y su paisaje “una cosa que no falta jamás en nuestra tierra” que adquiere la categoría de protagonista principal. Pla es un observador capaz y buen analista social. Interesante y acertada la explicación sociológica de la división del pueblo en clases sociales: payeses ricos, payeses acomodados, payeses pobres y el pequeño comercio. Salvo los payeses pobres, las otras tres son conservadoras y habituales clientes del Ateneo recreativo. La instalación de fábricas de géneros de punto generó dos nuevas clases: la burguesía, con ideas nuevas, y la clase obrera.
Josep Pla
Luego su mirada penetra en el paisanaje y se inmiscuye en sus hogares. El protagonismo queda disuelto entre los múltiples personajes, como el relojero Masasaguer y los pequeños comerciantes de la calle Estrecha. Así, posa su mirada en la mercería, en una antigua bodega que prepara pajaritos fritos (excelente cómo transmite las sensaciones de una persona comiendo estos pajaritos), en la panadería, en la barbería y otros muchos negocios contando al lector detalles del mismo y de las personas que los regentan. Cada capítulo es como un sketch (pieza corta) sobre el comportamiento humano en la distancia corta. El relato se construye mediante esta sucesión de sketchs con poca o ninguna conexión entre ellos. Falta interacción entre los numerosos personajes que presenta, con la única excepción de la historia de Monserrateta, una parodia, con la que casi teje una trama, es decir, cose un breve argumento próximo al melodrama, creando un enigma, introduciendo diálogos sabrosos y haciendo uso de técnicas propias del teatro. Esta estructura de compartimentos estancos atenúa o elimina la tensión narrativa. El resultado es como una foto fija del municipio de Torrelles y de los habitantes de la calle Estrecha.
He dicho que el narrador es el veterinario pero, en realidad, hay otra voz narradora, la de Francisqueta, su chismosa cocinera que irá instruyendo a su joven señor respecto a los residentes en el pueblo. Es una voz indirecta que tiene la virtud de trasladarle su punto de vista y su lógica pueblerina donde pesa el sentido común para que el veterinario, a su vez, lo cuente a los lectores..
El elemento más poderoso y placentero de La calle Estrecha es la prosa sustentada en un lenguaje rico, culto, con sorprendentes y originalísimas metáforas –“una vieja higuera de una sólida redondez, como la grupa de una yegua”- e ironía fina que, de por sí, ya justifica su lectura. No en balde está considerado su autor como el mejor prosista en lengua catalana. Aunque, para mi gusto, hace un uso excesivo de adverbios terminados en ente. Pero una excelente prosa, como es el caso, no es suficiente para sostener una novela y por eso La calle Estrecha puede definirse mejor, sin quitarle méritos, como una crónica de la realidad (aún en el caso de que esta fuera imaginada). De hecho carece de desenlace, a no ser que se entienda como tal que “la vida sigue”.
María García-Lliberós




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