martes, 11 de junio de 2019

"Autobiografía", de Charles Darwin

Ilustraciones de Iban Barrenetxea.
Traducción de Iñigo Jáuregui
Nórdica Libro, 2019.
150 páginas.


     Vaya por delante la felicitación al editor por la manufactura de este libro, cuidadísimo, con ilustraciones deliciosas, que hace más grato aún el hecho de leer. Tener el libro entre las manos ya es un placer.
     Claro que, cuando adquieres un libro de diseño tan especial, se generan enormes expectativas respecto a su contenido. Y aquí es donde hago al señor Darwin importantes reproches.
     Cuando Darwin escribe esta Autobiografía (quizás un título más adecuado fuera el de memorias o crónica social) tenía sesenta y siete años y nos dice: "he tratado de escribir como si fuera un muerto en el otro mundo que recapitula su vida", pero no es cierto, al igual que no es que la escribiera solo para sus hijos. Un muerto estaría menos preocupado por su imagen y es obvio que escribe para la posteridad, consciente del lugar prominente que ocupa como caballero victoriano en la sociedad inglesa. El libro sufrió un camino arduo hasta ser publicado, censurado por su familia, pero él como autor también ejerció la auto censura.
Charles Darwin

     En la obra dedica mucho espacio a la figura de su padre por el que sentía devoción, un médico respetado con ojo clínico que tomó como referencia moral "aunque no cree haber aprendido de él intelectualmente". Sin embargo, habla apenas de su esposa o de sus diez hijos, la familia que él ha creado y, por supuesto nada de la doble vida que llevó durante gran parte de su existencia, un asunto vetado por la moral de la época. Si el lector espera que el autor se desnude para mostrarnos sus sentimientos, quedará defraudado. El texto se ciñe a su vida pública, como estudiante en Cambridge, científico, naturalista contratado por el capitán Robert Fitz-Roy con quien compartió camarote durante seis años en el famoso viaje en el bergantín Beagle por la costa de la Patagonia y Tierra de Fuego, el acontecimiento más grande de su vida, y como coleccionista. El único atisbo a su interior es cuando medita sobre la religión, y confiesa cómo perdió el respeto por el Antiguo testamento que define como historia del mundo manifiestamente falsa, e inicia un proceso de descreimiento lento pero completo hasta declararse agnóstico. También cuando reconoce su incapacidad para leer poesía.
     He echado de menos, por ejemplo, mayor atención al capitán Fitz-Roy, cartógrafo, uno de los primeros hombres del tiempo, de profundas creencias religiosas y, como tal, en total oposición a las teorías evolucionistas que germinaron en Darwin durante ese viaje, persona de indudable interés con el que forjó una buena amistad. La novela Hacia los confines del mundo, de  Harry Thompson (Salamandra, 2007) es muy recomendable al respecto.
     Me ha parecido un tanto prolija la lista que, como metódico coleccionista que fue, nos muestra de los contactos que mantuvo con personas importantes de su tiempo y sin embargo he echado en falta referencias más extensas a las polémicas que provocó la aparición del libro El origen de las especies en el mundo científico, el universitario y el religioso. 
     A pesar de estos reproches y de lo mucho que ha simplificado el relato de una vida aventurera y fascinante como la suya, el libro se lee muy bien, el estilo anglosajón de su prosa lo hace ágil y sencillo, pero no emociona.
     María García-Lliberós

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