lunes, 14 de mayo de 2012

“Los poseídos”, de Elif Batuman.



Ed. Seix Barral, 2011
Traducción  de Marta Rebón.
328 páginas.

Elif Batuman es una neoyorkina (1977) de origen turco especializada en literatura rusa y uzbeka, (lengua relacionada con la turca y la rusa). Ama la literatura, la concibe como parte de su yo, hace crítica literaria, pretende ser escritora y se prepara leyendo hasta la última palabra de los autores rusos intentado desentrañar lo más recóndito de ellos. Así surgió “Los poseídos”.
El libro participa de las características del ensayo y la novela, en el marco de unas memorias de los primeros años de profesora universitaria. Una mujer con ideas originales, sólidas para su edad, convencida de que las lecturas intervienen en la vida de las personas y como muestra, nos ofrece su experiencia, con humor y una prosa fluida, lo que no empaña el bagaje de conocimientos acumulados sobre literatura rusa y uzbeka. Aporta anécdotas, contextualiza los textos, los enriquece con sus análisis y contagia entusiasmo al lector. Añade una visión crítica del comportamiento de los profesores universitarios.
Su fascinación hacia lo ruso la motivó Maxim, profesor de violín y primer ruso que conoció, y la lectura de Anna Karenina (en Ankara en casa de su abuela). Decidió ser lingüista de ruso, para poderse explicar qué quería decir realmente Tolstói.
Dedica un capítulo a Isaack Bábel, judío ruso nacido en 1894 en el gueto de Odesa, autor de Diario 1920 y Caballería roja, fusilado en 1940 tras sacarle mediante tortura la confesión falsa de haber sido espía. Batuman se explaya en el análisis de su obra que mezcla con las anécdotas de un congreso disparatado sobre Bábel, con la presencia de Nathalie y Lidia Bábel que no aportaron nada porque desconocían la obra de su pariente, que sirve para ironizar sobre la sociedad intelectual, necesitada de mitificar a escritores muertos e idear teorías para llenar tesis artificiales.
En este contexto presenta con osadía una ponencia sobre la muerte por envenenamiento de Tolstói, un invento que le permite conseguir una beca para asistir a un congreso sobre el escritor en Yasnia Poliana, su casa de campo. El relato de esos días es fantástico -la autora posee dotes para la narrativa- aparte de las informaciones que da sobre la vida, obra y muerte de Tolstói.
La obra tiene mucho de curso de literatura rusa poco convencional, pero eficaz pues despierta el interés por la misma.
La estancia de Batuman en Samarkanda durante un verano tuvo que ver con la posibilidad de obtener un puesto vacante de profesor de uzbeko en la Universidad. No me parece acertada la división en tres capítulos de la estancia en Samarkanda, intercalados por otros más interesantes, que entran de lleno en la literatura rusa. Cansan al lector, porque el estudio de poetas menores de la literatura uzbeka carece de la fuerza de los rusos. Vale la pena volver a éstos y centrarnos en el capítulo “La casa de hielo”, uno de los más sugestivos por las relaciones que efectúa entre literatura e historia.
“La casa de hielo” es una novela de Ivan Lazhéchnikov relacionada con el nacimiento de San Petersburgo en 1703 y que Batuman tradujo en 2006, después de visitar la ciudad en unas fechas en las que, como reclamo turístico, frente al Hermitage construyeron una casa de hielo en la que, previo pago, una pareja podía pasar la noche de bodas, igual que en sus orígenes, concebida por la emperatriz Ana –mujer giganta, gorda y despótica- que, por diversión, obligó a unos enanos bufones a una boda extravagante que cuenta Lazhéchnikov en su novela.
La autora la define como “la casa de muñecas de los juguetes humanos de la emperatriz Ana”, instrumento de tortura, experimento científico, museo etnográfico y obra de arte. Para inaugurarla se encargó al poeta Trediakowski una oda y la víspera, éste fue apaleado. Medio muerto, bajo una máscara, asistió a la inauguración y leyó el poema. Batuman relaciona este hecho con la historia de la literatura rusa, caracterizada por someter a sus escritores a un enorme control estatal. Como consecuencia, en ningún otro sitio se toma tan en serio la literatura como en Rusia.
“Los demonios”, de Dostoievski persigue como una obsesión a Batuman. En Stanford, conoció a Matej, un estudiante croata que le pareció la encarnación del protagonista de “Los demonios”, Stavroguin, por su carisma de seductor con efecto magnético sobre ambos sexos, y peligroso. Su relación con Matej parece reproducir fragmentos de la novela de Dostoievski y, de nuevo, la vida y las lecturas favoritas se mezclan de forma indisoluble. El método sigue siendo relacionar recuerdos y vivencias con recuerdos de sus lecturas. Elif Batuman, tan joven, resulta un pozo de sabiduría literaria.
A la autora, su romance con la literatura rusa, le ha servido para convencerse de que, aunque su trabajo la fuera a matar, volvería a escogerlo, porque si existen respuestas en el mundo, están ahí, en la literatura. Batuman sabe de qué habla y sus páginas sobre crítica literaria son excelentes. Escribe con ironía, autocrítica, emoción y sentido de estar aprendiendo. El libro responde con justicia a su frase promocional “aventuras con libros rusos y con las personas que los leen”, un ensayo desenfadado (más un diario personal y un libro de viajes) que desborda los cánones académicos y es lo que lo hace diferente.


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