viernes, 28 de octubre de 2016

"Los señores del Fin del Mundo", de Enrique Vaqué.

Ed. Almuzara, 2016.     
410 páginas.
19,95 €, en papel.

El editor, en la cotraportada del libro, lo califica de novela histórica, esto es, aquella que, siendo una obra de ficción, recrea un periodo lejano y toman parte en la acción personajes reales y ciertos. 
Los señores del fin del mundo transcurre en el período que va de 1444 a 1491 aproximadamente, pues Isabel I de Castilla, con unos 40 años, se encuentra en Guadix, preparando la conquista de Granada y asume en el relato el rol de ser la impulsora del mismo.
La primera parte de la novela transcurre en Al Ándalus y el sur de Castilla, cuando la penísula Ibérica se encontraba dividida entre los reinos de Portugal, Castilla y Leon, Aragón y el reino nazarí de Granada, las órdenes de caballería de Calatrava y de Santiago luchaban entre ellas y la invasión de Castilla por parte de navarros y aragoneses llegó a Olmedo dando lugar a la cruenta batalla con este nombre entre reinos cristianos con la participación de la nobleza. Figuras como Juan Ramírez de Guzman, Pedro Girón, la familia Pacheco, los Padilla, apellidos que encontramos en los libros de Historia, tienen su papel como personajes reales, secundarios, que ayudan a desarrollar la acción.     
En la segunda parte, el escenario cambia para seguir el camino hacia Oriente, con destino en la Meca y más lejos. En 1453 cayó Constantinopla en manos de los turcos, un hecho que marcó el final de la Edad Media y modificó el mapa geopolítico del momento, y permite de paso a nuestros personajes protagonistas, de los que luego hablaré, la vuelta a Castilla. La novela recrea un período histórico fascinante.                 
Pero es algo más que una novela histórica. Es, sobre todo, una novela de aventuras con influencia de la tradición cuentista y la cervantina. La primera tiene que ver con la estructura del relato que evoca el de Las mil y una noches, pues si en éste Sherezade con enorme sabiduría consigue retrasar y evitar su muerte enredando al sultán con sus cuentos, en Los señores del Fin del Mundo va a ser la reina Isabel quien le da, a Hasib ibn Al-Shariff, personaje protagonista que asume el papel de relator, cuatro noches, las que debe permanecer en Guadix para tratarse una quemadura en el brazo, para que entretenga su insomnio contándole su vida mientras fue el ayudante del médico ibn Nasar, famoso por haber vencido a la peste y maestro de Hasib. Así comenzará el relato oral que da lugar a la novela.                                             
Enrique Vaqué
La influencia cervantina se encuentra en el diseño de los personajes protagonistas que son, ambos, ficticios. El médico ibn Nasar, inspirado en Averroes, es un hombre que va tras “la aventura de la vida o el existir y la aventura de la ciencia o el saber”. Miembro de la familia real nazarí, aunque alejado de intereses políticos, fue un hombre inteligente, astuto, pragmático, culto, con predisposición a la diplomacia, viajero vocacional, humano y propicio a aceptar tentaciones eróticas, y frío y distante cuando se hace necesario, residente, en un principio, en un barrio de Córdoba. Su profesión de médico con buena reputación, era el mejor salvoconducto en ambos bandos, cristianos y musulmanes, tan necesitados de estos profesionales y tan escasos en la época. Buen observador que juega con habilidad sus bazas. Pero también, un iluminado y un radical al que la conciencia de culpa por la muerte de su esposa le hace perder algo la cabeza y le exige un esfuerzo supremo de redención. Iniciará una peregrinación como monje mendicante a la tumba de un gran sufí buscando la purificación del alma, la pobreza, el sacrificio, la libertad que proporciona la ausencia de posesión alguna. Nasar, como el Quijote, es de la clase de hombres en torno a los cuales se forjan las leyendas.
Hasib, su ayudante enfermero, es un joven con los pies en la tierra. Ve las cosas como son, reflexiona con la lógica del sentido común. De origen humilde, en su fuero interno discrepa del rumbo tomado por su señor, añora los placeres que pueden ofrecerle los sentidos, la vida confortable de Córdoba, ni le interesa el sufismo, ni ve necesidad alguna de hacerse pobres y emprender ese viaje que vislumbra lleno de penalidades y peligros y, aún así, sigue a su señor, por gratitud, lealtad y amor hacia él, como un Sancho Panza cualquiera, con algunas características tomadas de la novela picaresca, porque sabe que el médico, tan sabio y tan inútil para las necesidades cotidianas de la vida, lo necesita a su lado. Y él, por su parte, junto a su señor aprenderá una profesión y aprenderá a vivir. De lo que se deduce que el libro tiene mucho de novela de iniciación o de formación. Una pareja protagonista cervantina que se complementa de esta forma.
La novela, a partir de la segunda parte, va a seguir la crónica de ese largo viaje, un concepto propio de las novelas de aventuras: el viaje, lo desconocido, la curiosidad por ver otras partes del mundo, otras culturas, otras gentes, los obstáculos a salvar, los peligros enormes, e incluso, para Hasib, el descubrimiento del sexo, el enfrentamiento con la maldad, las penalidades y el regreso. Todo está presente en Los señores del Fin del Mundo, como lo estuvo también en Ulises, la primera gran novela de aventuras que recuerdo.
En Los señores del Fin del Mundo se observa un enorme trabajo de documentación. El autor ha respetado los nombres árabes de los parajes y elementos geográficos y de la  naturaleza que va mencionando. Asimismo, es puntilloso con los acontecimientos históricos en cuanto a fechas, lugares e intervinientes en los sucesos que usa para sustentar el argumento novelesco. Aporta información interesante sobre los usos médicos de la época y la composición de ciertos medicamentos. Y plantea un conflicto moral con el método que ibn Nasar utiliza para atajar la temible peste y su relación con la práctica de la eutanasia selectiva, motivo que enfrentará a nuestros protagonistas en 1453 y acabará separándolos.
La lectura del Los señores del Fin del Mundo proporciona un enorme placer porque el relato que nos cuenta interesa desde el principio y mantiene la tensión literaria hasta el final, entretiene y está bien escrita. Se aprende mucho y no sólo de historia, sino de las pasiones y ambiciones humanas, estimula la imaginación y te ayuda a comprender el mundo. Una novela muy recomendable.
María García-lliberós

La novela se presentó ayer, 27 de octubre, en Valencia. Tuve el honor de hacer la introducción y análisis de la misma. Aquí, unas fotos para el recuerdo.



miércoles, 12 de octubre de 2016

"Los infinitos", de John Banville

Editorial Anagrama, 2014, 2ª edición; 1ª edición: 2010.
Traducción de Benito Gómez Ibáñez.
290 páginas. 
19,50 €, en papel; 14,24 €, en ebook.

Los infinitos es una novela extraña, probablemente no la más idónea para iniciarse en la obra de este autor, porque es compleja al contener elementos simbólicos y mucho pensamiento. Una novela que necesita un lector predispuesto hacia las novedades de concepción argumental, diseño de personajes y estilo. 
Para empezar, el narrador es un dios del Olimpo, Hermes, hijo de Zeus. Esto, en principio, descoloca al lector aunque no tanto, pues una voz omnisciente, a la que sí estamos habituados, es una voz que lo sabe todo de sus personajes, de su pasado y su futuro y, en cierta forma, transmite la mirada de un dios. Pero Banville no se conforma con hacer narrador a un dios trasladándonos su punto de vista. Hermes habla también en primera persona para contarnos cosas de su mundo divino y su familia, de su padre Zeus, o para darnos su análisis de la conducta de los mortales, desde lo más recóndito de cada uno, porque penetra en su interior y, de vez en cuando, permite, que sean éstos los que, en primera persona, desvelen sus pensamientos. Además, sus dioses se inmiscuyen en la vida de los humanos, no sólo curiosean, sino que disponen y, aburridos en su eternidad inmortal, juegan con los mortales y opinan sobre nuestros comportamientos.
Y aquí está, creo, el mensaje contenido en la novela: nuestra cotidianidad depende de unas fuerzas numinosas (divinas, misteriosas), impredecibles, de apariencia casual, además de nuestra voluntad, conocimiento, naturaleza y aptitudes. Cabe deducir cierto optimismo irónico en Banville: la muerte, el amor y el dolor, son tres elementos envidiados por los dioses. Nuestra felicidad es frágil y, aún así, es envidiada por los inmortales, porque la de ellos es imposible. “Para los inmortales no hay cielo ni infierno, sólo el infinito”. Los dioses querrían morir.
La novela se estructura en tres partes. En la primera nos presenta el escenario, los personajes y el meollo. El escenario es Arden, una mansión enorme, laberíntica, en medio del campo, cerca de la vía de un tren y una estación solitaria bastante absurda. Allí vive parte de la familia Godley: Adam padre, un matemático famoso que se encuentra en coma, tras un derrame cerebral, “aguardando, en un estado de consciente pero incomunicada ataraxia, ante las puertas del olvido”. Está muriéndose pero su cerebro no deja de pensar. Le acompañan su segunda mujer, Úrsula, alcohólica -la primera, Dorothy, se suicidó-, su hija Petra, de 19 años, autista e insatisfecha con su existencia, la sirvienta Ivy Blount, anterior propietaria de la mansión, y Duffy, un campesino que se ocupa de la finca.
Durante la jornada en que transcurre la novela, se encuentra también, Adam hijo, de 29 años, una persona que esconde un secreto, creer que el bien puede existir, y su esposa Helen, bella actriz aspirante al éxito y objeto de deseo de los varones mortales e inmortales. Y llegarán dos visitas más, Roddy Wagstaff, un joven ambicioso que pretende  con malas artes ser el biógrafo oficial del moribundo, y Benny Grace, un gordinflón desaliñado y ladino, que parece ser una encarnación del dios Pan.
La novela desprende un aire teatral, y esta primera parte no deja de ser una puesta en escena en la que el paisaje y la casa tienen importancia para crear diferentes atmósferas. La familia unida ante la inminente muerte del padre y esposo. Una situación que estimula la memoria y el cálculo de intereses. Entran y salen del escenario, evitan estar demasiado tiempo con el moribundo, reflexionan en soledad, resultando un relato muy introspectivo que penetra en las realidades inconfesables de cada personaje. El miedo a la muerte incrementa el apego a la vida.
En la segunda parte hace su aparición en la mansión Benny Grace, la personificación del dios Pan (en Arcadia, mitología griega, era el dios de los pastores, perseguidor de ninfas y jóvenes, y con capacidad para profetizar), personificado en compañero de juergas de Adam padre, mientras éste, inmerso en su coma, transmite su pensamiento: recuerda un viaje a Suecia, dos meses después del suicidio de Dorothy, inmerso en una sensación de dolor y culpabilidad. Allí conoció a Benny y a otra mujer Inge. Adam, con su mente científica, siempre  ha albergado una vívida sensación de lo numinoso (poderes religiosos o divinos). Como científico, a través de sus ecuaciones, ha demostrado la existencia de una infinitud de infinitos, por lo que cree que deben existir entidades eternas que los habiten. Así, sus operaciones matemáticas acabaron dando con una fisura en el tiempo que permite abrir la cerrada línea entre dioses y hombres.
Desconocemos el proceso de morir y lo que ocurre en la mente en coma, ni en qué consiste el tránsito al más allá. Banville, a través de un dios, que sí lo sabe aunque no pueda experimentarlo, nos aproxima a él, y nos estremece.
La tercera parte vuelve a la concepción teatral: la comida en el cenador, con la familia, sirvientes e invitados, todos los vivos, observándose con desconfianza, en torno a un pollo con verduras, mientras Adam agoniza, una cuestión que Benny niega con su capacidad profética, y que la novela deja a interpretación del lector.
En algún momento el narrador usa a Rex, el perro de la familia, para darnos una panorámica de su opinión sobre los humanos. Unas páginas magníficas que no tienen desperdicio. 
Una novela que cuando se termina el lector se pregunta: ¿qué ha querido decirnos? Tal vez que el Destino de los humanos depende de fuerzas ajenas a su voluntad. Que nuestra naturaleza de mortales no es la peor situación, aunque el hecho de nacer para morir nos resulte inexplicable y ante el cual, incluso, nos rebelemos. Nos habla de la vida y de la muerte. Los infinitos, por temática, es una novela existencialista. Una novela para degustar cada frase, escrita en una prosa rica en matices, dejando que nuestra inteligencia vaya deglutiendo cada párrafo, fragmentando la historia para conseguir visualizar el conjunto. Las descripciones de los sucesos, de la casa, del terreno, incluso de ruidos y actos, son minuciosas. Una lectura difícil que necesita tiempo para aceptarla por completo.

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