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José Miguel Segura 11/05/2014
Los libros son criaturas monstruosas que, a la condición oportunista del ser humano, añaden una pulsión omnívora que les hace alimentarse de todo: de los vivos, de los muertos y hasta de si mismos. De ahí su poder y de ahí --confío-- su condición irreductible incluso en tiempos como los nuestros en que la transparencia --sobre esta cuestión les propongo ‘La sociedad del cansancio’, ‘La agonía del Ero’s y, sobre todo, ‘La sociedad de la transparencia’, del filósofo surcoreano nacionalizado alemán Byung-Chul Han-- se ha erigido en uno de los actuales y más engañosos imperativos categóricos de la vida pública y de la vida privada. Han sido, desde el siglo XVIII y durante toda la Modernidad gérmenes de rebeldía con los que --mal que bien-- hemos ido avanzando, progresando.
Abolida la idea de progreso y la función de los intelectuales --las vanguardias--, los libros se han integrado en la dinámica de los mercados --o vendes o compras-- y de la rentabilidad. El resultado visible es el “best-seller” --el éxito de ventas--, que se pretende alcanzar de la forma que sea y para lo que todo es lícito. Una de las fórmulas recurrentes en el panorama literario actual es la de las novelas que nos cuentan cómo alguien desarrolla una investigación en pos de un enigma, un secreto --a menudo un personaje o unos hechos históricos desconocidos o silenciados por y desde el poder establecido--. Novelas como ‘El código da Vinci’ o la trilogía ‘Millennium’ son algunas de sus máximas expresiones. Lo malo es que, a fuerza de repetir hasta la saciedad unos mismos elementos narrativos calculados al milímetro, se agotan en si mismas y acaban cansando.
En las antípodas, sin embargo, como manifestaciones de una postmoderna literatura de cordel, en la periferia de los grandes circuitos comerciales, transmitidas de boca a oído entre lectores avezados o casuales, también se da otro tipo de literatura que acaba convenciendo por su contundencia. Autores como Luis Mateo Díez, Jesús Moncada o Víctor del Árbol son buenos ejemplos de ello. O una de las últimas novelas que he tenido el placer de leer, ‘Babas de caracol’, de María García-Lliberós, después de que llegara a mis manos de forma un tanto curiosa.
voz madura
Además de haber descubierto a una escritora de fuste, con una obra tras de si que me he prometido leer, me he dado de bruces con una voz cuajada que tiene cosas que contar y que sabe cómo hacerlo. Presentada--tras un accidentado periplo editorial-- en la presente edición de la Fira del Llibre de Castelló, de ‘Babas de caracol’ quiero subrayar un aspecto que me hace aconsejarla a quienes aún sean capaces de mantener fija la atención leyendo un libro, mirando al “otro”, en estos tiempos en que dicha capacidad está en un declive provocado, interesado y evidente.
La de María García-Lliberós es una novela dentro de otra, es la historia de un escritor de éxito a quien una de sus lectoras --Berta se llama-- encarga en su testamento una investigación y posterior publicación de la biografía de alguien --la propia Berta-- que a lo largo de casi todo el siglo XX ha vivido --sobrevivido-- en un contexto personal, familiar e histórico que la ha ninguneado --la ha convertido en un ser transparente, invisible-- constantemente en su condición de ser humano, mujer, hija, esposa y madre. A través de dicha investigación el narrador irá revelando --haciéndolo visible-- el vacío absoluto en que se convirtió Berta a las puertas de la muerte.
Sin alardes ni complicaciones técnicas innecesarias --echo de menos, tal vez, algún recurso como la elipsis en algunos pasajes--, del mismo modo que el investigador acabará reconociéndose en el objeto de su investigación, el lector se ve atrapado en una historia que resulta difícil dejar de leer porque, en definitiva, esa historia también le habla a él y le habla de él, alcanzando de ese modo --al convertir la lupa del investigador en un espejo en el que reconocerse-- el meollo de toda buena literatura que se precie y que aspire --no a vender millones de ejemplares-- a permanecer en el recuerdo de quienes solemos leer cuando ya a penas se lee. Literatura que en último término se dirige al lector para abrir en él interrogantes y mostrarle sus propios claroscuros, para resistirse a ser todo lo transparentes que se pretende que seamos. Literatura --le pese a quien le pese-- como reducto de libertad en el que podamos reafirmarnos en aquello que en todo ser humano hay de secreto, sombrío u opaco, aquello que en definitiva nos hace gozosamente diferentes y visibles.
¿Han visto ustedes ‘El secreto de sus ojos’, la película del cineasta argentino Juan José Campanella que protagonizó Ricardo Darín? El investigador (el lector) autoinvestigado que halla en el pasado ajeno modelos con los que entenderse a si mismo, desvelar su presente y construir su propio futuro... Por ahí va la cosa, pero en negro sobre blanco. H
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