Editorial Seix barral, 201.
366 páginas
Cada vez que se anuncia un nuevo libro de Eduardo Mendoza me aflora la sonrisa, como un adelanto del placer que espero de su lectura. Es un autor que me cae muy bien, me gusta la actitud con que afronta entrevistas, su ejercicio de libertad y convincente sinceridad y, sobre todo, me gusta su forma de escribir con, ironía e inteligencia. Al autor de El misterio de la cripta embrujada, La verdad sobre el caso Savolta, La ciudad de los prodigios o Una comedia ligera, entre otros títulos, se le exige mucho lo que hace cada vez más difícil la posibilidad de no decepcionar. Es lo que empezaba a ocurrirme con la primera mitad larga de esta novela, donde la lectura fluye con facilidad pero sin divertir ni acabar de interesar.
El
rey recibe está concebido como la primera entrega de una trilogía
lo que hace arriesgado emitir un juicio con solo un tercio del total de la
obra. El protagonista y narrador es Rufo Batalla, un personaje un tanto anodino
o acomodaticio que en nada satisface las expectativas que genera su nombre. Entiende de música, abierto de mente, que aspira a pasar
inadvertido de acuerdo con los consejos de su padre, que se deja llevar con
facilidad hacia relaciones amorosas poco duraderas o convencer para prestar su
nombre en asuntos financieros turbios que podrían tener fatales consecuencias futuras.
La novela se estructura en dos
partes. En la primera Rufo Batalla, veinteañero, que trabaja como chico para
todo en un periódico de Barcelona al que entró por recomendación, recibe el
encargo de cubrir en Mallorca una boda real, la del príncipe exilado candidato
al trono de Livonia con una señorita de la alta sociedad. Un montaje para la
galería. Por razones no explicadas es escogido por el príncipe Tukuulo,
mediante métodos poco ortodoxos, para una entrevista en exclusiva, en la que el
príncipe sugiere las preguntas y las respuestas, lo que consolida su puesto de
periodista. Estamos en 1968, con una tímida apertura tras la ley de Prensa de
Fraga.
La segunda parte trascurre
en Nueva York y no parece tener nada que ver con la anterior. Allí Rufo se
incorpora en un pequeño equipo de funcionarios de la Cámara de Comercio que
aparentan trabajar porque lo cierto es que nada es urgente ni necesario a las órdenes
de un jefe que exige el respeto absoluto de las formalidades. Da una imagen
tópica del funcionariado. Eduardo Mendoza trabajó como traductor en Naciones
Unidas entre 1973 y 1982, por lo que ha podido aprovechar sus experiencias
neoyorquinas. A través del relato de Rufo nos da una visión personal de la
ciudad de la época y de cómo se percibía desde allí, con mucha distancia, los
acontecimientos que pasaban en España: atentado a Carrero Blanco, inminente
muerte de Franco. Relata una recepción en Nueva York de don Juan Carlos y doña
Sofía entonces Príncipes de España, a los residentes españoles que no tiene
desperdicio. Pero el lector sigue pensando que no parece que ocurra nada
memorable, a pesar de algunas amistades interesantes que dan pie a conversaciones
jugosas, en la cotidianidad de un español en la ciudad donde todo es posible.
El relato da un quiebro
hacia la página 310, y aquí el lector que haya perseverado, lo que es fácil
pues la prosa de Mendoza es fluida, verá recompensado su esfuerzo porque lo
que queda hasta el final de libro es lo mejor, a pesar que desde un punto de vista argumental sea incluso suprimible: el reencuentro de nuevo con el príncipe
y el relato que hace de la historia de su país, ubicado en la orilla del
Báltico, objeto de conquista por parte de misioneros cristianos en el pasado.
La ironía de Mendoza aflora con inusitada brillantez para evidenciar las
lógicas dispares entre la de los salvajes y la de los misioneros, o el triunfo
entre la ética naturalista sobre la perversión misionera cristiana, en tono de
humor, pero no por ello menos clarividente. Crítica política de sublime sutileza.
Es lo que me ha decidido a
esperar la continuación.
María
GarcÍa-Lliberós