martes, 30 de octubre de 2018

"Ordesa", de Manuel Vilas

Editorial Alfaguara, 2018                   
387 páginas.

Me sorprende que este libro se haya colado en la lista de los más vendidos y se mantenga en ella durante más de diez meses. O los españoles hemos elevado la calidad de nuestras lecturas a niveles impensables, o se ha producido un milagro, o nos están engañando. Porque Ordesa no es un libro fácil, ni está dirigido a los que solo buscan divertimento en las lecturas que son los que hacen realidad los best sellers, ni tiene una trama novelística de género. No, Ordesa es otra cosa, un libro de difícil clasificación, un largo monólogo sobre la vida y la muerte, un desahogo del autor ante el dolor causado por la pérdida de los padres, un paliativo para el remordimiento, una explosión para la ira y la melancolía, una forma de recuperarlos en su memoria.
Ordesa se publica en una colección de narrativa hispánica, un concepto amplio. ¿Es acaso una novela poco convencional o se trata de unas memorias? Sabemos que la voz narrativa en primera persona es la de un hombre que de niño le llamaban Manolito, que nació en Barbastro en una familia sin dinero, que tiene un hermano, datos que podrían identificarse con los del autor. Pero ello poco importa, nos quedamos con que escuchamos la voz de un hombre que cuando escribe ha cumplido cincuenta y cinco años, se siente solo, tiene un pobre concepto de sí mismo, perdió a su padre en 2004 y diez años más tarde a su madre, se ha divorciado y sus relaciones con los hijos son escasas. Un hombre que ha sido un bebedor y que se sabe frágil. “Para un bebedor el sexo es solo un aditamento del alcohol” llega a decir. Un hombre que se mueve por un escenario de desolación y tristeza. En esas circunstancias se propone estrujar su memoria y descifrar los enigmas de la vida de su progenitor.
El protagonista se da cuenta, al morir sus padres, de cuánto los amaba, sobre todo al padre con el que se identifica, porque de la madre habla menos y de forma mucho más crítica. Escribir sobre ellos, sobre sus fantasmas, hablar con sus muertos, es una forma de recuperarlos, porque es consciente de que nunca supo quien fue su padre y por eso escribe este libro. Describe al padre como un ser tímido, elegante, enigmático, jugador de cartas, representante de una empresa textil catalana para la zona de Aragón (vendía telas a los sastres de la zona a comisión, actividad en declive). Filosofa sobre la importancia de la materia, de los objetos que conservan en su interior el alma de los vivos que los poseyeron. Por eso se arrepiente de haber incinerado a sus padres, por haber destruido la materia ósea, una idea que repite con frecuencia. “La materia mantiene el tiempo viejo metido en un espacio”. Nos muestra el proceso de escritura como una forma de reconciliarse consigo mismo.
Un relato de 157 capítulos cortos que se van correspondiendo con recuerdos concretos de la niñez y la juventud, en esa España casposa de los sesenta y los setenta, con mucho pensamiento bastante original y una prosa hermosa, incluso lírica por la que asoma el poeta que es también Manuel Vilas.
Las primeras páginas de este libro me desconcertaron. No lo esperaba así, sin una trama novelística, pensé que no me  iba a gustar y, sin embargo, me vi interesada en esa lectura tan íntima, en esa exposición de sentimientos a veces ruda, siempre de apariencia sincera que toca tu sensibilidad sobre todo si ya has pasado por la experiencia de haber perdido a tus padres. Ordesa te atraviesa el alma con frases tremendas, como esta: “Edificamos entre todos un escabroso camino hacia la soledad” y muchas otras que te obligan a meditar.
Un libro diferente para lectores que gustan de hacerse preguntas e intentar contestarlas.
María García-Lliberós

martes, 23 de octubre de 2018

"Padres e hijos", de Ivan S. Turguéniev

Editorial Alba, 2015                                 

Traducción: Joaquín Fernández-Valdés.
288 páginas.


El inmenso atractivo de la literatura rusa se encuentra en que nos  descubre una sociedad muy particular y desconocida. Y la novela que fue escrita durante el siglo XIX permite vislumbrar las causas de la explosión revolucionaria que acaecería a comienzos del XX: una sociedad sin clase media ni proletariado industrial, una masa de campesinos hambrientos y analfabetos dominados por una Iglesia ortodoxa corrupta que, junto a la aristocracia con el zar a la cabeza, sustentaban un sistema decadente y medieval. Rusia ni tuvo Ilustración ni Renacimiento lo que la distancia de la evolución de otros países europeos. Esta novela fue escrita en 1862 tras la llamada liberación de los siervos (1861), un hito al que seguirían transformaciones más radicales hasta el estallido de la revolución bolchevique.                           
Ivan S. Turgueniev
El título, Padres e hijos, nos orienta sobre su objetivo, mostrarnos la relación entre dos generaciones pertenecientes a la clase alta de terratenientes agrarios. La de los padres, representantes del "hombre superfluo", cuya existencia está presidida por el aburrimiento, la ausencia de objetivos y, sobre todo, falta de actividad para emprender cambios que sí ven necesarios, y los hijos, o aquellos hijos que han abrazado el nihilismo como ideología. Turgueniev, precisamente, acuñó estos dos términos y definió al nihilista como la persona que no reconoce ninguna autoridad y solo cree en el conocimiento empírico.  
Yevgueni Bazárov, el protagonista, es un avanzado estudiante de medicina que encarna a la juventud rusa radical, positivista y materialista, que rechaza la religión y las convenciones morales y estéticas. Amigo y compañero de Arkadi Kirsánov, se enfrentará al tío de este, Pavel Kirsánov, ejemplo de hombre superfluo, devoto de las tradiciones que llegará a retarle en un duelo patético por resultarle insoportable su presencia, y menospreciará a Nikolai Petrovich Kirsánov, padre de Arkadi, pésimo gestor de su hacienda e incapaz de establecer relaciones racionales con los campesinos que trabajaban para él. "El campesino ruso sigue siendo ese desconocido misterio. ¿Quién es capaz de entenderlo?". Sin embargo, su hijo Arkadi iniciará un modelo nuevo más productivo.
Los nihilistas tenían un concepto pobre de las mujeres, las despreciaban, así como del amor galante y el matrimonio. No obstante Bazárov sucumbirá, a su pesar, ante una mujer hermosa, rica e inteligente a la que reconocerá su igual en una relación que, propia de los hihilistas, no llegará a nada. 
La publicación de Padres e hijos tuvo una enorme repercusión en la Rusia de su época. A Turgueniev le cayeron duras críticas, probablemente entre los que se reconocían retratados en estos estereotipos sociales, y tuvo una gran influencia sobre otros escritores.  Mucho se debió a la prosa clara y directa, al buen diseño de los personajes, a la naturalidad de los diálogos, a la forma como supo reflejar la mentalidad de la época  y a las reflexiones filosóficas que contiene. Entre ellas, sobre la indiferencia de la muerte hacia el mundo de los vivos. 
Una lectura recomendable.
María García-Lliberós  
       


viernes, 12 de octubre de 2018

"Trilogía de la guerra", de Agustín Fernández Mallo

Editorial Seix Barral, 2018.                                             
Premio Biblioteca Breve, 2018
496 páginas. 21 € en papel; 12,99 €  ebook.


     Hacía tiempo que no tropezaba con un libro tan complejo y sorprendente. Su lectura me ha resultado hipnótica, a pesar de que con frecuencia me estaba preguntando a dónde quería llevarnos el autor a través de ese torrente incontrolado de pensamientos trasladados al papel. Comienza con una cita inquietante: "es un error dar por hecho lo que ha sido contemplado".
     El relato se divide en tres partes, aparentemente inconexas y autónomas, relatadas en primera persona por tres
voces y desarrolladas en tres escenarios diferentes. En todas hay evocación de la muerte, exilio, desolación a través de las imágenes. 
     En la primera parte un escritor decide vivir durante un tiempo clandestinamente en la isla gallega de San Simón, que durante la Guerra Civil fue un campo de prisioneros republicanos, para recuperar la memoria de aquellos muertos. Lo que nos cuenta, poco conocido, es estremecedor y evidencia las huellas que la guerra deja sobre el territorio de los vivos. En la segunda parte, o segundo libro, el autor nos traslada a Nueva York donde toma la palabra Kurt, el cuarto astronauta que pisó la luna, el astronauta desconocido porque era el encargado de grabar a los otros y no aparecía en las imágenes. Un astronauta que después fue piloto en la guerra del Vietnam, un individuo que camina por la noche a través de la ciudad y reflexiona sobre la forma que toman las guerras en nuestro tiempo, sobre la soledad de la gente. Finalmente, en el tercer libro la voz narradora es la de una mujer que emprende un viaje a pie por las costas de Normandía, rememorando uno anterior que hizo con su compañero, deteniendo su mirada en el paisaje, en  el perfil de los pueblos, en la arena de las playas que pisa consciente de que en ellas se encuentran restos de huesos de aquellos que desembarcaron como liberadores.
     Esta lectura que, como digo, atrapa de forma inexplicable, tal vez por la excelente prosa, abarca demasiadas cosas, usa excesivas variables, literarias, pictóricas, científicas, que mezcla a su antojo para retratar la convivencia entre vivos y muertos y la imparable transformación del mundo que vivimos, que se desarrolla como un tumor que distorsiona sus contornos y crece hacia la autodestrucción.
     Tiene páginas brillantes y otras en las que consigue irritar, porque sospechas que pensamientos que te parecen ridículos contienen una simbología cuyo significado se te pudiera estar escapando. Agustín Fernández Mallo se mueve por un universo literario propio, innovador. El lector necesita esforzarse para seguirlo. Tiene su compensación.
     María García-Lliberós.