Editorial Minúscula, 2012
224 páginas.
Esta novela es extraordinaria y cuánto más la recuerdo, más me gusta. Recientemente la hemos analizado un grupo de amigas en un club de lectura que mantenemos desde hace años. La ponente fue la profesora Carmina Pastor e hizo una exposición tan interesante que le pedí que me pasara el texto para compartirlo en este blog, abierto a colaboraciones de interés. Se lo agradezco mucho. Estoy segura de que quien lo lea no resistirá la tentación de acercarse a la novela y engullirla. Un auténtico placer.
La reseña de Carmina Pastor.
La
lectura de esta novela publicada en 1962 deja una sensación extraña. El
argumento es sencillo. Dos hermanas
viven en el castillo familiar junto a su viejo tío. Son los supervivientes de
un envenenamiento que, seis años atrás, acabó con el resto de la familia.
Aunque la justicia acusó a Constance -la hermana mayor, absuelta por falta de
pruebas-, el lector intuye pronto que fue la perversa protagonista -la pequeña Merricat- la asesina. Con un contacto mínimo con la
gente del pueblo, viven en una armonía que se verá rota cuando aparezca el
primo Charles, que aspira a casarse con Constance y conseguir los bienes de las
hermanas. Decidida a evitarlo, Merricat provoca un incendio que
consigue alejar al primo, pero que destruye casi por completo la casa. Sin
embargo, cuando parecía abocada a un final dramático, la historia da un giro
que conducirá a un final feliz, mágico e inesperado, en el que las hermanas,
recluidas en la cocina -lugar cargado de simbología-
conseguirán una felicidad superior a la que tenían al comenzar la narración.
Merricat narra la
historia en primera persona, por lo que los hechos pasan por su particular
punto de vista. Los relata con lucidez, habilidad para mantener la
tensión, y con toques de humor que aparecen incluso en los momentos más
dramáticos. Su voz lo inunda todo. Junto a ella, los otros habitantes del
castillo: Constance, que tiene un papel esencial, y el tío Julián.
Frente a ella, los odiosos habitantes del pueblo y el primo Charles, que viene
de lejos con la pretensión de quedarse, y que representan el peligro y el
desorden. Y, aunque muertos, también están presentes sus antepasados, “los
Blackwood”, habitantes del castillo que fueron envenenados, y “las
mujeres de los Blackwood”, a las que se alude en varias ocasiones.
El espacio adquiere
una importancia crucial en la novela. Se centra en el castillo
–ambiente de novela gótica- los campos que lo rodean y el pueblo sobre
el que la autora proyecta una visión crítica.
Frente a la precisión
del espacio, sorprende la imprecisión del tiempo. Aunque a menudo se remonta a
una época anterior en la que se sitúan los recuerdos y el trágico suceso, la
narración comienza “un viernes a finales de abril” y termina en el
tiempo indiferenciado en el que, tras el incendio, se sumergen las hermanas
para el resto de sus vidas. A pesar de que el tiempo es impreciso,
su presencia en la vida cotidiana –las horas de las comidas, los días de la
semana, las mañanas y las tardes, etc...- va a ser importante, porque irá
marcando los ritos diarios y el orden vital de los habitantes del castillo.
En la novela el conflicto y el deseo de exorcizarlo
aparecen explícitos. La autora subvierte nuestros valores morales y sociales al
hacer que simpaticemos con los desequilibrados habitantes del castillo,
especialmente con la hechicera asesina Merricat, despreciando a los habitantes
del pueblo. La historia está a medio camino entre la novela gótica y el cuento
de hadas. Pero, es un cuento de hadas con otros valores: las princesas son
asesinas, el príncipe que viene a salvarlas y conseguir la mano de la princesa,
lo que busca es su dinero, representando para ellas el caos absoluto. Y el
final feliz está lejos de consistir en la boda o en la socialización de las
hermanas. Adoramos a la perturbada Merricat, que ha envenenado a su familia y
no dudaría en asesinar al pueblo entero para salvarse de lo que ella vive como
caos.
Es cierto que los
medios que utiliza son desproporcionados al peligro que la acecha -los
castigos de los padres, el matrimonio de su hermana-. Eso nos parece a los
lectores. Pero no a ella, pues Merricat tiene algún trastorno mental y, por
ello, su cabeza, en la que no cabe el arrepentimiento, funciona de forma
diferente a la nuestra. O debería hacerlo, porque con su narración Merricat
consigue que veamos las cosas como ella las ve y sintamos lo que ella siente.
Lo que nos perturba es que no hay valoración ética en la novela, pues
por sus actos malvados no recibe castigo, sino recompensa. Y los lectores nos
alegramos asumiendo la impunidad que se desprende de la historia y la
normalización de lo que en la vida real nos parecería monstruoso.
En el capítulo
primero, en un párrafo de antología, Merricat se presenta a sí misma. Con prosa
sencilla, directa y eficaz, lucidez cautivadora y un corrosivo sentido del
humor, nos pondrá al corriente de lo que ella considera importante sobre su
vida, sus gustos y deseos. Desde el comienzo la vemos como un ser algo salvaje,
asocial y solitario y con una atracción especial por la muerte.
Este capítulo es esencial porque Merricat nos va a presentar el espacio en el
que se desarrollará la novela: el castillo de los Blackwood y el pueblo al que
tiene que acudir martes y viernes movida por “la necesidad de conseguir
libros y comida”. Espacio doble en el que podemos ver reflejado el
conflicto entre el orden del castillo y el
que representa para ella el caos (“La gente del pueblo siempre nos ha
odiado”). Los lectores vamos a acompañarla “un viernes a finales de
abril” en una de sus incursiones por el pueblo. Nos describe las casas
corrientes sucias y feas, que contrastan con las casas señoriales y a sus
habitantes (“gente fea de rostro malvado”, “insípidas caras grises y ojos
llenos de odio”).
Accedemos a los
pensamientos que la asaltan (el sentimiento de ser odiada y de odiar, el miedo
y los mecanismos para conjurarlo, el empeño por mantener su orgullo y dignidad
sin enseñar su terror) y a algunos recuerdos del pasado. Vemos las reacciones
de la gente que se burlan de ella. Hasta los niños la
atemorizan persiguiéndola y cantándole la canción que actuará a lo largo del
libro como una especie de estribillo: “Merricat, dijo Connie, ¿una taza de
té querrás? / Oh, no, dijo Merricat, me envenenarás...” y que alerta de
algún hecho misterioso que tiene que ver con Constance y su imposibilidad
de salir de casa.
Al terminar el
capítulo, el lector está atrapado por el personaje de Merricat. La percibe
indefensa, oprimida por angustiosos temores, sola ante un poder exterior que la
supera. Es la protagonista típica de la novela gótica y de muchos cuentos de
hadas, que despierta la inmediata simpatía del lector. Sin embargo, aquí el
personaje está lleno de odio y anhelo de venganza que le lleva a desear la
muerte de sus enemigos. Empezamos a dudar de si Merricat no ve las cosas distorsionadas. Pero estas
objeciones no impiden que deseemos
protegerla y que le perdonemos -como hace Constance-, aceptando como normal e
inevitable lo que vaya sucediendo.
A partir del capítulo
segundo, el espacio en el que va a desarrollarse la narración será el castillo
de los Blackwood. Veremos moverse y hablar a los otros habitantes del castillo
-Constance y el tío Julián- y al gato negro Jonás, compañero de Merricat.
Conoceremos parte del pasado familiar a través de los recuerdos de Merricat y
del tío Julián. Comprobaremos la necesidad que las hermanas tienen la una
de la otra. Constance se irá colocando en el centro del misterio. Sus
territorios son el jardín, el huerto y la cocina, en la que prepara todo tipo
de alimentos. Vamos adentrándonos en sus temores y esfuerzos por controlar a la
poco convencional Merricat. Pero la hábil y traviesa narradora, aunque conoce los
hechos, va dosificando su esclarecimiento, manteniendo la intriga de los
lectores. Vamos enterándonos de que no tenía permiso para preparar la comida ni
para buscar setas, no podía servir el té ni lavar los platos, ni entrar en la
habitación del tío Julián, ni coger cuchillos... Veremos a los habitantes del
castillo con sus cotidianos ritos llevando una vida ordenada, armónica y feliz.
Sin embargo, la
perspicaz y adivina Merricat percibe, al
volver del pueblo, un cambio en Constance, que interpreta como un presagio del caos. En una escena memorable, asistimos a la
visita que Helen Clarke para tomar té. Este viernes acude con Mrs
Wrigth, e insiste a Constance -ante el enfado de Merricat- para que vueva a
retomar el contacto con el mundo. Será ahora cuando los lectores nos enteremos
del envenenamiento que terminó con el resto de la familia y que el tío Julián
cuenta ante una escandalizada Helen Clarke y una curiosa Mrs Wright. Los tres
supervivientes están divirtiéndose al ver cómo
el relato aterra a las visitantes. Los percibimos como geniecillos traviesos
que estuvieran contando un relato de terror que nada tuviera que ver con ellos.
A partir de esta
tarde, Merricat sabe que el peligro se materializa en la figura del primo
Charles que aparece en el castillo el domingo. Su llegada rompe la rutina y
acapara una parte de los cuidados de Constance. El primo Charles nos
va cayendo cada vez peor. Es cierto que es Merricat la que nos está contando
los hechos, pero desde el principio lo vemos interesado por el dinero. Charles
adquiere poder, el ambiente de la casa se va enrareciendo y el duelo entre
ambos se manifiesta abiertamente.
Constance
defiende al primo Charles y se muestra contenta con su presencia. No resulta
fácil acceder a lo que siente ya que Merricat solo nos enseña lo que a
ella le interesa. Es posible que Constance se haya enamorado de Charles,
pues -aunque nunca se llegue a decir- está pensando en casarse. En la novela no
se habla de amor, porque la celosa, egoísta y malvada Merricat lo impide, sólo
de peligro. Un peligro doble ya que la presencia de Charles pone a Constance frente al amor y la normalidad.
Constance está
teniendo una lucha interna entre las formas de vida y de amor que representan
Charles y Merricat. Por su parte, éstos se enfrentan por poseer a
Constance. Merricat, la gran
manipuladora, comprende la dimensión del peligro y el poder del adversario y
decide destruirlo.
En una extraña
ceremonia imaginaria, conjura a los muertos familiares que han cambiado y
aprendido a quererla, a darle todos los caprichos y a no castigarla. El
recuerdo del castigo ha despertado algo muy fuerte en su interior. Sube a la
habitación de Charles y allí, sobre la mesa, ve su pipa encendida y la arroja a
la papelera provocando un incendio del que aparecerá Charles como responsable.
La intención era quemar la habitación que contenía las cosas de Charles, pero
pronto el fuego se extiende por el viejo castillo.
El incendio actúa como
elemento desencadenante de una catarsis colectiva en la que las pasiones se
desbocan sin freno. En una escena terrible en la que todo el pueblo acude al
castillo para contemplar cómo las llamas lo devoran, vemos estallar el odio y
la crueldad de los habitantes del pueblo. La gente mira cómo se quema la casa y
ríe sin parar. Apagado el fuego, se desencadena el afán de destrucción y las
hermanas serán acorraladas por una multitud salvaje y enfurecida.
Será Jim Clarke quien consiga
detener la violencia con unas palabras: “Escuchadme, Julián Blackwood está
muerto […] Marchaos. Hay un muerto en esta casa.” La presencia de la muerte
desactiva la furia. La gente abandona el lugar. Merricat, que
durante todo el tiempo parece haber conservado la sangre fría, llevando a la
atemorizada Constance casi a rastras, consigue llegar a su escondite secreto y
será en este momento cuando Merricat haga su confesión:
“-Les pondré veneno en la
comida y observaré cómo mueren.
-¿Como la otra vez?
--Sí --respondí un instante
después-. Como la otra vez.
Ha elegido el momento
adecuado. Tras la terrible escena, en la que Charles y la gente del
pueblo han mostrado su lado malvado, los lectores nos ponemos de parte de las
hermanas y podemos perdonarle a la valerosa Merricat, cualquier cosa que haya
hecho en el pasado.
A la mañana
siguiente, comprueban lo que el incendio ha destruido. Sin embargo, la cocina
sigue intacta, aunque sucia y llena de cosas rotas. En torno a
ella las hermanas reconstruirán el nuevo orden. Constance se ocupará
de la comida y la limpieza y Merricat de la seguridad, de la protección frente
al resto del mundo. Se han quedado sin nada, sin cama, sin ropa, sin la casa de
sus padres y antepasados, sin contacto con el exterior, habitando en una cocina
en la que todavía queda comida, pero que acabará terminándose.
Entonces se produce
el milagro. Alguna gente del pueblo, arrepentida, empieza a llevarles comida y
dejársela delante de la puerta. Es una ofrenda de expiación. El fuego ha
actuado como elemento destructor del antiguo orden y como elemento purificador,
que posibilita un nuevo comienzo que conduce a un orden que supera en
perfección al orden primero. Ha cumplido su función catártica. La gente del
pueblo comienza a acercarse al castillo, pasean por el campo o se sientan a
comer en el césped mientras los niños juegan. Nadie las molesta. Va forjándose
la leyenda de esas señoritas a las que nadie ve que viven entre las ruinas del
castillo. Un día apareció Charles con un periodista. Venía buscando el dinero o
alguna foto de las hermanas que le reportara beneficios económicos, pero llamó
a Connie infructuosamente, porque está
curada del amor que llegó a sentir por su primo. El caos que
representó Charles en la vida de Merricat está exorcizado y nadie podrá
separarla de su hermana.
Este inesperado final
feliz hace inevitable que nos preguntemos qué ha pretendido la autora con este
giro desde el verismo salvaje, con su carga de crítica social, hacia lo irreal
e inverosímil. La respuesta parece sencilla: Shirley Jackson (1916-1965) nos
coloca al final de la narración en un plano distinto del que estábamos, pues
con una lectura literal no accedemos al sentido profundo de la novela. Es
necesaria una lectura metafórica que nos lleve y nos sitúe en otro
plano diferente del de los hechos que se relatan en ella. Porque hay cuestiones
que no han quedado claras. Es cierto que Merricat ha conseguido lo que quería.
Pero, ¿por qué quiere lo que quiere?; ¿quién es Merricat, ese personaje que
encierra una profunda complejidad?; ¿y quién Constance o qué representa?,
¿de qué quiere protegerla y salvarla Merricat? Un abanico de posibilidades
interpretativas se abre ante nosotros.
La primera es que
Merricat es la típica niña-adolescente que no quiere crecer y enfrentarse con
el mundo. Tiene doce años cuando envenena a los padres y se provee de un
ambiente protector. Se busca una madre perfecta que la alimente y la cuide, que
la quiera y no la castigue. La llegada de Charles y su boda con la hermana la
obligarían a crecer y, por eso, Charles supondrá para ella un enemigo terrible.
Joyce Carol Oates ve latente un elemento de sexualidad reprimida que envuelve a
las dos hermanas, atrapadas en una relación casi incestuosa. También sería
posible interpretar los actos de Merricat como la búsqueda de una relación
perfecta madre-hija. La niña o adolescente necesita una madre que la alimente y
la cuide, y la quiera.
Se ha sugerido que
Merricat y Constance podrían representar los dos planos vitales en los que se
movía la autora: Constance representaría al ama de casa y madre de cuatro
hijos, y Merricat, la escritora de historias de terror, una bruja –su
marido difundió el rumor de que era una bruja para promocionar sus novelas-
que vivía en compañía de seis gatos negros y que a lo largo de su vida estuvo
aquejada de diversos trastornos psíquicos y de enfermedades psicosomáticas
(murió a consecuencia de su adicción a las anfetaminas, el alcoholismo y la
obesidad mórbida. Sufrió agorafobia lo que la incapacitaba y le impedía salir
de su habitación).
Otra interpretación de
la novela es en clave feminista. Para hacer esta lectura voy a apoyarme en el
libro La loca del desván de Sandra M. Gilbert y
Susan Gubar. Tras estudiar las obras de las grandes escritoras del siglo XIX y
de algunas del XX, se sorprendieron por la coincidencia de temas e imágenes en
autoras distantes geográfica, histórica y psicológicamente.
En la Inglaterra
victoriana se tenía el convencimiento de que la sexualidad masculina estaba
asociada con el poder literario mientras que la femenina implicaba la ausencia
de dicho poder. Así, las mujeres que osaron escribir tuvieron que enfrentarse a
un dilema: o confesaban sus limitaciones femeninas y concentraban sus esfuerzos
en los temas menores reservados para las damas, o se rebelaban aceptando la
crítica y la marginación, pues eran calificadas de locas por
descuidar los deberes propios de las mujeres intentando realizar actividades a
las que sólo los hombres tenían acceso.
Tuvieron que enfrentarse a una tradición literaria masculina, que presenta unos
estereotipos de las mujeres, creados por los hombres y repetidos durante
siglos, que las escritoras tienen asimilados pero en los que no se reconocen.
La autora debe luchar con su miedo a no ser capaz de crear por su condición de
mujer y al retrato que de ellas se hacía en los libros escritos por los
hombres. Para escribir es necesaria la autoafirmación, interiorizar y creerse
sus capacidades creativas, y después buscar una definición de sí mismas al
margen de las creadas por los varones.
La tradición literaria
masculina ha encerrado a la mujer en su modelo patriarcal de sociedad, que
entra en conflicto profundo con su autonomía y
creatividad. Por ello, la revuelta que supone escribir la identifica con
un ser monstruoso que vive para sus placeres, utiliza a los hombres y, en su
locura, intenta ser como ellos. Es una bruja que posee artes poderosas y
peligrosas. Y era con ella con quien se identificaba a las mujeres que
intentaban coger la pluma e igualarse a los hombres.
Estas escritoras evitaron la imitación de los modelos masculinos creando
significados ocultos dentro o debajo del contenido público más accesible de sus
obras. Emplearon una amplia gama de tácticas de ocultamiento para oscurecer,
aunque no borrar, sus impulsos subversivos. Surge así el
personaje de la loca furiosa una y otra vez en sus escritos. La loca-monstruo-bruja
se vuelve una encarnación crucial del yo de la escritora. Tuvieron que esconder
su furia bajo fachadas aceptables para una sociedad en la que se sentían
recluidas -en las casas y en los textos de los hombres-. Las imágenes de
enclaustramiento, de reclusión y el sentimiento de impotencia abundan en sus
novelas. Las casas y su mobiliario doméstico son el símbolo primordial del
aprisionamiento contra el que expresaron su ira escenificando huidas rebeldes,
que a veces conducían hacia la nada.
Resulta
más fácil comprender aspectos que nos habían quedado oscuros de Siempre
hemos vivido en el castillo si colocamos a la autora y su
novela dentro de esta tradición literaria. Aunque
con una salvedad: Shirley Jackson no crea el personaje de la loca-bruja
para ser destruido, como hicieron sus predecesoras. Las hermanas
representan los dos polos opuestos de mujer, los dos estereotipos que aparecen
en los relatos que los hombres han escrito durante siglos; y la autora las crea
en su novela para salvarlas del destino de “las
mujeres de los Blackwood”.
Shirley Jackson, una
escritora trasgresora que utiliza el cuento gótico
para criticar a la sociedad de su tiempo, crea el personaje de Merricat para
proyectar su desasosiego. Un desasosiego que se manifiesta en los trastornos
que padeció y que parecen tener relación con la ansiedad que
la autoría femenina provoca. Lo novedoso es que convierte a la perturbada
Merricat en triunfadora y dueña de su destino, al superar la contradicción que
supone venerar la casa de sus antepasados y
quemarla, librándose de un espacio doméstico que
representa las tradiciones familiares que rechaza, conservando la simbólica cocina-útero, lugar mítico de poder femenino, que acoge la
fusión feliz de las dos figuras femeninas opuestas, sin nada ni nadie que la perturbe. Y,
así, el libro termina con esa imagen de las hermanas compenetradas que,
encerradas en una cocina oscura de una casa en
ruinas, bromean y miran sonrientes, por unas rendijas que han dejado en los
cartones que tapan las ventanas, a las gentes del pueblo que, sin estar seguros
de su existencia, hablan de ellas, creando y propagando su leyenda.
Carmina Pastor.